Imagen del capítulo 4

CAPÍTULO 4

DE LA INDEPENDENCIA A LA CONSOLIDACIÓN REPUBLICANA

Josefina Zoraida Vázquez

  • • Principios de mayo: Carlos IV y Fernando VII abdican a la corona en favor de Napoleón.
    • Agosto: el Ayuntamiento de México promueve una junta del reino; el virrey Iturrigaray la convoca.
    • 15 de septiembre: varios peninsulares dan un golpe de Estado y toman prisionero al virrey.

  • • Septiembre: inicia la conspiración de Valladolid, descubierta en diciembre.

  • • 16 de septiembre: inicia en Dolores la insurrección de Miguel Hidalgo.
    • 30 de octubre: victoria del ejército insurgente en el monte de las Cruces.
    • Fines de noviembre: Hidalgo establece su gobierno en Guadalajara.

  • • 17 de enero: derrota del ejército insurgente en puente de Calderón.
    • 21 de marzo: algunos de los principales caudillos insurgentes son capturados y conducidos a Chihuahua.
    • Fines de junio: juicio y fusilamiento de Allende, Jiménez y Aldama.
    • 30 de julio: ejecución de Hidalgo.

  • • 19 de marzo: se promulga la Constitución de la Monarquía Española en Cádiz.
    • 2 de mayo: José María Morelos rompe el sitio de Cuautla.
    • 25 de noviembre: toma de Oaxaca por Morelos.

  • • 6 de noviembre: se firma el Acta de independencia de la América Septentrional.
    • Fray Servando Teresa de Mier publica Historia de la Revolución de Nueva España en Londres.

  • • 22 de octubre: promulgación de la Constitución de Apatzingán.
    • 4 de mayo: Fernando VII restaura el absolutismo en España.

  • • 22 de diciembre: fusilamiento de Morelos.

  • • Inicia la resistencia de Vicente Guerrero.
    • Joaquín Fernández de Lizardi publica El Periquillo Sarniento.

  • • 1 de enero: pronunciamiento de Riego en España.
    • 31 de mayo: jura de la Constitución en Nueva España por el virrey Apodaca.

  • • 24 de febrero: Iturbide se pronuncia con el Plan de Iguala.
    • 24 de agosto: firma de los Tratados de Córdoba entre Juan O'Donojú e Iturbide.
    • 27 de septiembre: entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México.
    • 28 de septiembre: firma del Acta de Independencia.

  • • 21 de julio: coronación de Agustín de Iturbide.

  • • 19 de marzo: pronunciamiento del Plan de Casa Mata.
    • 22 de marzo: abdica Agustín de Iturbide.
    • Carlos María de Bustamante publica Cuadro histórico de la revolución de la América Mexicana.

  • • 19 de julio: es fusilado Agustín de Iturbide.
    • 4 de octubre: se jura la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos.

  • • 10 de septiembre: derrota de la expedición española de Isidro Barradas.

  • • 14 de febrero: fusilamiento de Vicente Guerrero en Cuilapan.
    • Lorenzo de Zavala publica su Ensayo histórico de las revoluciones de México, en París.

  • • Marzo: son electos presidente y vicepresidente Antonio López de Santa Anna y Valentín Gómez Farías, respectivamente.
    • Abril: se funda la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.

  • • Marzo: Texas declara su independencia.
    • Abril: es apresado Santa Anna en San Jacinto.
    • 29 de diciembre: se promulgan las Siete Leyes.
    • José María Luis Mora publica México y sus revoluciones.

  • • 5 de diciembre: bombardeo francés al puerto de Veracruz.

  • • Lucas Alamán comienza a publicar Historia de Méjico.

  • • Junio: se promulgan las Bases Orgánicas.

  • • 1 de marzo: anexión de Texas a Estados Unidos.
    • Empieza a publicarse el periódico Don Simplicio.

  • • Junio: el escultor español Manuel Vilar y el pintor Pelegrín Clavé llegan a México para enseñar en la Academia de San Carlos.

  • • 14 de septiembre: el general Scott ocupa la capital.
    • 30 de julio: estalla en Yucatán el levantamiento maya conocido como “guerra de Castas”.

  • • 2 de febrero: firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo

  • • 20 de abril: inicia la dictadura Santa Anna.

  • • 1 de marzo: se firma el Plan de Ayutla contra la dictadura.

  • • La revolución de Ayutla triunfa sobre Santa Anna.

  • • Benito Juárez, como ministro de Justicia, dicta la Ley Juárez, que elimina algunos fueros.
    • Miguel Lerdo de Tejada decreta la desamortización de bienes eclesiásticos.

  • • 5 de febrero: se promulga la Constitución Política.
    • 17 de diciembre: se proclama el Plan de Tacubaya.

  • • Enero: Comonfort renuncia y Juárez, como presidente de la Suprema Corte, asume la presidencia. Inicia la guerra de Reforma.

  • • Julio: se emiten las Leyes de Reforma.
    • 22 de diciembre: triunfa el ejército liberal en Calpulalpan.

  • • 11 de enero: el presidente Benito Juárez entra a la Ciudad de México.
    • 17 de julio: México decreta la suspensión del pago de la deuda externa.
    • 31 de octubre: España, Inglaterra y Francia deciden enviar sus flotas a bloquear puertos mexicanos para exigir el pago de dicha deuda.

  • • Inicios de enero: arriban los buques británicos y franceses a Veracruz.
    • Mayo: los franceses atacan Puebla y son derrotados el día 5 de este mes.

  • • Mayo: Juárez abandona México ante el avance del ejército francés.
    • Octubre: se ofrece a Maximiliano de Habsburgo el trono de México.

  • • 28 de mayo: Maximiliano y Carlota de Bélgica llegan a Veracruz.
    • Fundación de la Comisión Científica, Literaria y Artística de México.

  • • Maximiliano clausura la Real y Pontificia Universidad de México.

  • • Octubre: Estados Unidos otorga pleno reconocimiento al gobierno de Juárez.
    • Diciembre: empiezan a retirarse las tropas francesas de México.
    • 14 de enero: se funda la Sociedad Filarmónica Mexicana.

  • • 2 de abril: Porfirio Díaz vence a las fuerzas imperiales en Puebla.
    • 19 de junio: son fusilados Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía en Querétaro.
    • El músico Aniceto Ortega compone La marcha de Zaragoza en honor a Juárez.

  • • Ignacio Manuel Altamirano funda la revista Renacimiento.

  • • Vicente Riva Palacio publica El libro rojo, obra literaria elaborada a partir de varios archivos inquisitoriales que estaban en posesión del autor.

  • • 8 de noviembre: Porfirio Díaz proclama el Plan de la Noria contra Juárez.
    • Publicación de Méjico desde 1808 hasta 1867, escrito por Francisco de Paula de Arrangoiz y Berzabal.

  • • 18 de julio: fallecimiento de Benito Juárez. Al día siguiente, Sebastián Lerdo de Tejada asciende a la presidencia.

Este capítulo comprende el periodo que va de 1808 a 1876, es decir, el del camino desde la independencia y la fundación de un Estado nacional hasta su consolidación como república, después de vencer la intervención francesa y el último intento monarquista. Se trata de un periodo de transición en el que el liberalismo y el nacionalismo empiezan a imponerse en el escenario internacional y se forjan los nuevos estados-nación, fenómeno en el cual las naciones iberoamericanas fueron pioneras.

Las revoluciones norteamericana y francesa, después extendidas a las colonias iberoamericanas, introdujeron nuevos principios en la vida política y en las relaciones entre los estados. Estos nuevos principios, calificados en 1812 de liberales, rechazaban las monarquías absolutas, estableciendo que la soberanía residía en el pueblo, por lo que sus representantes debían elegir el gobierno, ejercido por tres poderes distintos: legislativo, ejecutivo y judicial, como medio para garantizar los derechos y las libertades de los individuos. Al adjudicar a los hombres mayores de edad el derecho de elegir y poder ser elegidos como representantes, de súbditos se convertían en ciudadanos. Estos principios afectaron la organización y las relaciones internas de los países, pero también las relaciones internacionales, que dejaron de ser entre dinastías, basadas en la soberanía monárquica y la exclusividad de mercados, para fincarse en los principios de libertad de comercio y de protección del individuo y de la propiedad privada, promotoras de tolerancia religiosa, de la reciprocidad de trato y de los derechos marítimos de países neutrales, aun en tiempo de guerra. Era natural que un cambio tan drástico exigiera una larga transición para imponerse, contexto que rodeó a las independencias iberoamericanas.

En Nueva España los cambios “modernizadores” impuestos por las reformas borbónicas ya habían alterado las relaciones sociales, políticas y económicas construidas a lo largo de más de dos siglos, lo que generó un malestar general y un anhelo de autonomía de los novohispanos que se habría de incrementar ante las crecientes exigencias económicas de la metrópoli que afectaban a todos los grupos sociales. De esa forma, el quiebre de la monarquía en 1808 y la revolución liberal española, que se mencionarán más adelante, se convirtieron en coyuntura favorable para la independencia, al permitir que los americanos expresaran sus agravios y experimentaran el constitucionalismo liberal español, influencia que permearía el pensamiento político americano durante las primeras cuatro décadas de la vida nacional.

Al igual que otros virreinatos hispanoamericanos, en Nueva España la independencia se logró después de una larga lucha, por lo que el Estado mexicano nacería endeble, endeudado, con una economía paralizada, una sociedad dividida y una completa desorganización. Para colmo, su fama de prosperidad y riqueza lo convirtió en blanco de las ambiciones de los nuevos poderes comerciales. No obstante, el optimismo por recuperar su viejo brillo patrocinó el surgimiento de dos proyectos de nación que lucharían por imponerse, hasta que el esquema republicano liberal triunfara.

LA REVOLUCIÓN DE INDEPENDENCIA

La sociedad novohispana estaba formaba por un mosaico humano. Sólo 17.5% lo formaban los peninsulares y los criollos, sus descendientes, habitantes de las ciudades. El grupo peninsular era minúsculo y la población distinguía entre los burócratas y los residentes permanentes. El grupo criollo era el más educado y 5% era propietario de grandes fortunas, algunos hasta con títulos nobiliarios; pero la mayoría la formaban rancheros, comerciantes, empresarios, funcionarios, religiosos y militares medios, aspirantes a los altos puestos. Alrededor de 60% de la población la representaban los indígenas, que mantenían sus estructuras corporativas. Del pequeño grupo de nobles indígenas que hablaba “castilla” procedían los caciques, gobernadores, hacendados y comerciantes, pero la mayoría monolingüe era la principal fuerza de trabajo y pagaba tributo. Las alteraciones climáticas periódicas y el desarrollo de la hacienda habían llevado a muchos de sus miembros a buscar protección en el peonaje. Casi 22% de la población lo constituían las castas, mezcla de españoles, criollos, indios, negros, mulatos y mestizos, carentes de tierra e imposibilitados para los cargos públicos y para el grado de maestro en los gremios. Desempeñaban toda actividad no prohibida expresamente: mineros, sirvientes, artesanos, capataces, arrieros, mayordomos. Algunos se habían desplazado al norte en busca de fortuna y otros eran mendigos, léperos y malhechores que pululaban en ciudades y centros mineros. Apenas 0.5% era población negra, en parte esclava en haciendas azucareras.

Cuadro de castas, autor desconocido, óleo sobre tela, siglo XVIII, MNV, INAH, México.

La Ciudad de México disfrutaba de tranquilidad cuando el 8 de junio de 1808 llegó la noticia de que Carlos IV había abdicado en favor de su hijo Fernando. Apenas se preparaba la celebración del evento cuando una nueva noticia alteró los ánimos: la corona había quedado en poder de Napoleón. Al estupor sucedió la preocupación por las consecuencias que el hecho tendría para Nueva España.

El acontecimiento se había producido dentro de un complejo contexto en el que Napoleón trataba de imponer el bloqueo continental contra su enemiga, Gran Bretaña, por lo que había forzado a España a consentir que los ejércitos franceses atravesaran su territorio para someter a Portugal, aliada de los británicos. Antes de delegar la corona de España en su hermano José, Napoleón convocó una asamblea de representantes y concedió a los españoles una carta constitucional que les garantizaba ciertos derechos y otorgaba igualdad a los americanos.

Sin embargo, el pueblo español rechazó la imposición y se levantó en armas. Para organizar la ofensiva se formaron juntas regionales que, por necesidades de coordinación y representación, se unificaron en una junta suprema. Pero ésta fue incapaz de cumplir con su cometido y nombró una regencia que convocó elecciones a Cortes, es decir, la reunión de los representantes de la nobleza, el clero y el pueblo, para que debatieran cómo se gobernaría el imperio en ausencia del rey legítimo.

Aunque los novohispanos habían jurado fidelidad a Fernando VII, el ayuntamiento de México, al igual que los de otras partes del imperio, consideró que por ausencia del rey la soberanía se había revertido al reino, lo que hacía indispensable convocar una junta de ayuntamientos para decidir su gobierno. El virrey José de Iturrigaray otorgó su anuencia, pero los oidores del real acuerdo (que era presidido por el virrey) se opusieron ante el temor de que se pretendiera la independencia. Era verdad que algunos individuos simpatizaban con la idea, convencidos de que el reino tenía recursos para proveer la felicidad de sus habitantes, pero la gran mayoría aspiraba a una autonomía a la que creían tener derecho.

Primo de Verdad, Primitivo Miranda (dibujo), Hesiquio Iriarte (litografía), siglo XIX, en Manuel Payno y Vicente Riva Palacio. El libro rojo 1520-1867. México: FCE, 2013. Biblioteca Colmex, México.

Mientras el reino convocaba una junta similar a las de la península, algunos burócratas y comerciantes peninsulares prepararon un golpe de Estado. En la medianoche del 15 de septiembre de 1808, unos 300 hombres al mando del rico hacendado Gabriel de Yermo penetraron en el palacio y apresaron al virrey y su familia. Los líderes del ayuntamiento también fueron apresados. Al mismo tiempo, en la sala de acuerdos se declaraba virrey al militar más viejo del reino. El golpe no sólo infringía las vías del derecho, sino que mostraba las de la violencia. El reacio ejemplo de los peninsulares provocó la frustración criolla que se manifestó en conspiraciones, en el marco de una sequía que produjo escasez de granos. Después de que la junta de Sevilla nombrara virrey al arzobispo Francisco Xavier Lizana, surgió la primera conspiración en Valladolid. No tardó en ser descubierta, pero el arzobispo-virrey, con lenidad, sólo desterró a los implicados. Sin embargo, la conspiración ya se había extendido a Querétaro, próspero cruce de caminos. En casa de los corregidores Miguel y Josefa Domínguez se organizaban “tertulias literarias” a las que asistían los capitanes Ignacio Allende y Juan Aldama, algunos sacerdotes y comerciantes y el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, hombre ilustrado y ex rector del Colegio de San Nicolás de Valladolid. Los conspiradores planeaban iniciar una insurrección en diciembre, al tiempo de la feria de San Juan de los Lagos, pero al ser denunciados, Allende, Aldama e Hidalgo no tuvieron otra alternativa que lanzarse a la lucha. Como ese 16 de septiembre era domingo, el cura llamó a misa, pero una vez reunidos los feligreses los convocó a unirse y luchar contra el mal gobierno. Peones, campesinos y artesanos, con todo y sus mujeres y niños, aprestaron hondas, palos, instrumentos de labranza o armas, cuando las tenían, y siguieron al cura.

Esa misma noche, las huestes ocuparon San Miguel el Grande y unos días después, en Celaya, aquella muchedumbre nombró a Hidalgo generalísimo y a Allende teniente general. En el santuario de Atotonilco, Hidalgo dio a ese ejército su primera bandera: una imagen de la virgen de Guadalupe. Dos semanas más tarde, los insurgentes estaban a las puertas de la rica ciudad de Guanajuato. Hidalgo emplazó al intendente Juan Antonio Riaño a rendirse, pero éste decidió atrincherarse en la alhóndiga de Granaditas con los vecinos ricos y sus caudales. Hidalgo dio la orden de ataque y, tras una larga resistencia, la muchedumbre invadió la alhóndiga y con furia se lanzó a una cruenta matanza y saqueo que Hidalgo y Allende no pudieron contener. El infortunado suceso le restaría simpatizantes al movimiento y retardaría su triunfo.

Hidalgo entrando a Celaya, Primitivo Miranda (dibujo), Santiago Hernández (litografía), siglo XIX, en Manuel Payno y Vicente Riva Palacio. El libro rojo 1520-1867. México: FCE, 2013.

Para entonces se había recibido en la capital la convocatoria para elegir a los 17 diputados que representarían a Nueva España en las Cortes de Cádiz, lo que provocó efervescencia social. El arzobispo había sido sustituido por don Francisco Xavier Venegas, cuya mala suerte lo hizo estrenarse como virrey unos días antes de que estallara el movimiento, obligándolo a organizar la defensa sin conocimiento del reino. De inmediato ordenó al general Félix María Calleja avanzar hacia México y traer la virgen de los Remedios a la capital.

A pesar del temor que despertó la violencia, las desigualdades e injusticias extendieron la insurrección por todo el territorio novohispano. José María Morelos, cura de Carácuaro, se presentó ante Miguel Hidalgo y recibió el encargo de tomar Acapulco. José Antonio Torres asaltó Guadalajara y por otras partes se repitió algo semejante. En cambio, Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, gran promotor de una solución justa a los problemas sociales novohispanos, rechazó la violencia del movimiento y excomulgó a Hidalgo. Al enterarse de que los insurgentes marchaban hacia Valladolid, huyó mientras las autoridades entregaban la ciudad para evitar la suerte de Guanajuato y el cabildo catedralicio levantaba la excomunión a don Miguel.

"Edicto de excomunión a Miguel Hidalgo por el obispo don Manuel Abad y Queipo", en Gazeta Extraordinaria del Gobierno de México, viernes 28 de septiembre de 1810, Hemeroteca Nacional, Fondo Reservado, UNAM, México.

Para fines de octubre, las huestes de Hidalgo estaban en el monte de las Cruces, a las puertas de la Ciudad de México, donde el 30 de octubre aquella muchedumbre heterogénea se enfrentó y derrotó a mil criollos realistas. La ciudad se sobrecogió. Hidalgo buscó entrevistarse con el virrey pero terminó por ordenar la retirada, sin que sepamos por qué: ¿lo ocasionó la falta de apoyo de los pueblos indios del valle de Toluca? ¿Lo inspiró el temor de repetir los excesos de Guanajuato? ¿Temió verse acorralado por las tropas de Calleja? Lo cierto es que la etapa de las victorias había terminado, pues unos días después los insurgentes tropezaban con el ejército realista en Aculco y fueron derrotados. Allende, inconforme con la dirección de Hidalgo, marchó rumbo a Guanajuato, mientras el cura siguió camino a Guadalajara.

La ciudad recibió entusiasmada a Hidalgo. Éste, sin calibrar su precaria situación y con el título de alteza serenísima, organizó su gobierno, promovió la expansión del movimiento, ordenó la publicación del periódico El Despertador Americano, decretó la abolición de la esclavitud, del tributo indígena y de los estancos, y declaró que las tierras comunales eran de uso exclusivo de los indígenas. Por desgracia, también autorizó la ejecución de españoles prisioneros. Allende no tardó en llegar derrotado, al tiempo que las tropas de Calleja y de José de la Cruz, recién llegado de España, avanzaban hacia Guadalajara. Aunque estaba convencido de la imposibilidad de la defensa, Allende tuvo que organizarla. El desastre se consumó el 17 de enero de 1811 en Puente de Calderón, donde 5 000 realistas disciplinados derrotaron a 90 000 insurgentes.

Los jefes insurgentes lograron escapar y decidieron marchar al norte en busca de la ayuda norteamericana. En la hacienda de Pabellón, Allende y Aldama le arrebataron el mando a Hidalgo y, en Saltillo, decidieron dejar a Ignacio López Rayón al frente de la lucha. Pero una traición facilitó que Allende, Aldama, Hidalgo y José Mariano Jiménez fueran aprehendidos y conducidos a Chihuahua, donde fueron procesados y condenados. En sus dos procesos, Hidalgo enfrentó con honestidad la culpa de haber desatado la violencia y ordenado, sin juicio, la muerte de muchos españoles, porque “ni había para qué, pues estaban inocentes”. Las cabezas de los cuatro jefes fueron enviadas a Guanajuato y se colocaron en las esquinas de la alhóndiga de Granaditas, pero el movimiento había herido de muerte al virreinato al romper el orden colonial y afectar hondamente la economía y la administración fiscal.

Mientras tanto, las Cortes españolas se reunían en Cádiz, con el fin de decidir el gobierno del imperio en ausencia del rey legítimo. Los debates y las noticias sobre las Cortes en la península eran leídas ávidamente por los novohispanos y con ello se politizaban. Tras largas discusiones se promulgó la Constitución de 1812, que fue jurada en México en septiembre. La nueva ley suprema establecía la monarquía constitucional, con división de poderes, libertad de imprenta, abolición del tributo, el establecimiento de diputaciones provinciales (seis en la Nueva España) y ayuntamientos constitucionales en toda población de mil o más habitantes, que debían organizar milicias cívicas para mantener el orden y contribuir a la defensa en caso de peligro. Se abolían los virreyes, que eran sustituidos por jefes políticos. La constitución satisfacía algunos de los anhelos criollos de libertad y representación, pero no les otorgaba la igualdad y la autonomía con que soñaban.

Como los americanos aprovecharon la libertad de prensa para difundir ideas libertarias en periódicos, hojas volantes y folletos, Venegas la suspendió. Mientras tanto, el plan de Calleja para combatir a los insurgentes había logrado cierto éxito, lo que aseguró que fuera nombrado jefe político, sucediendo a Venegas. Calleja difundió la constitución como instrumento contrarrevolucionario, pero celebró su abolición a la vuelta al trono de Fernando VII en 1814, ya que restringía sus poderes. De todas formas, los novohispanos ya habían experimentado su conversión en ciudadanos.

Al frente de los insurgentes, Rayón instaló en Zitácuaro una Suprema Junta Gubernativa de América. Los insurgentes contaban con el apoyo de la sociedad secreta de los “Guadalupes”, que les enviaba dinero, información y consejos, pero Calleja no tardó en desalojarlos de Zitácuaro. Por entonces empezaba a destacar como gran caudillo el cura Morelos. Sus antecedentes de arriero lo habían familiarizado con gentes y caminos, y su natural talento militar lo hizo optar por formar un ejército poco numeroso, pero disciplinado y entrenado, al tiempo que su sentido común le permitía sacar provecho de las precarias condiciones en que se movía. Con Hermenegildo Galeana y Mariano Matamoros, sus inapreciables colaboradores, y con fieles seguidores como Nicolás Bravo, Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero logró apoderarse de Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, Taxco, Izúcar y Cuautla. En este lugar resistió dos meses el sitio de Calleja, del cual logró escapar milagrosamente y reponerse. Una vez que los insurgentes dominaron un extenso territorio, Morelos procedió a convocar un congreso para que ejerciera la soberanía y organizara el gobierno. El congreso se inauguró el 14 de septiembre de 1813 en Chilpancingo con la lectura de los “Sentimientos a la Nación”, en los que Morelos declaró que la América era libre, que la soberanía dimanaba del pueblo y el gobierno debía dividirse en tres poderes, con leyes iguales para todos, que moderaran la opulencia y la indigencia. Después de firmar la declaración de independencia, el congreso confirió el poder ejecutivo a Morelos, quien adoptó el título de Siervo de la Nación. La constitución redactada por el congreso, inspirada en buena parte en la española de 1812, se promulgó en Apatzingán el 22 de octubre de 1814. Por desgracia, el congreso se arrogó todo el poder y quitó a Morelos la libertad de acción. La lucha continuaba; aunque Morelos logró tomar Acapulco, fracasó en Valladolid y, acorralado, cayó prisionero el 5 de noviembre de 1815; después de enfrentar los procesos y la degradación eclesiástica fue fusilado el 22 de diciembre en San Cristóbal Ecatepec.

Para ese momento, el reino mostraba las huellas de los años de guerra. Su centro estaba devastado por la miseria y la ruina. El dominio ejercido por los insurgentes en amplias áreas había desarticulado la administración y el cobro de impuestos. Las necesidades de la lucha habían favorecido que los jefes militares —tanto insurgentes como realistas— ejercieran amplias facultades fiscales y judiciales, que servirían como base de su futuro poder político. De todas maneras, como la Nueva España parecía haberse pacificado, el gobierno español optó por experimentar una política de conciliación. Juan Ruiz de Apodaca fue nombrado virrey en 1816 y de inmediato ofreció una amnistía a los insurgentes, que muchos aceptaron. En medio de un orden que parecía haberse restaurado, en 1817 tuvo lugar el fugaz intento liberador encabezado por el padre Servando Teresa de Mier y el capitán español Francisco Xavier Mina. Con 300 mercenarios, Mina se introdujo hasta el Bajío, pero fue derrotado por las tropas realistas y fusilado el 11 de noviembre de ese año. Mier fue encarcelado en San Juan de Ulúa.

El viejo prestigio de la corona se había desgastado ante su incapacidad para restaurar el orden, cuando en enero de 1820 se presentó una coyuntura favorable para consumar la independencia. En la península, el comandante Rafael de Riego se pronunciaba por la restauración de la Constitución de 1812 en los primeros días de enero y forzaba al rey a jurarla, con lo que provocó que todo el imperio lo hiciera y se convocaran las elecciones a Cortes.

Para entonces, los diez años de lucha habían transformado tanto a la Nueva España que incluso los peninsulares se inclinaban por la independencia, aunque cada grupo por razones diferentes. Las altas jerarquías del ejército y la iglesia la favorecían, temerosas de que el radicalismo de las nuevas Cortes abolieran sus privilegios, entre ellos sus fueros. Otros grupos deseaban una constitución adecuada al reino, mientras algunos más preferían el establecimiento de una república. Por lo pronto, el orden constitucional liberó a los insurgentes encarcelados y la vigencia de la libertad de imprenta permitió la aparición de publicaciones subversivas. Esto, sumado a las elecciones de diputados a Cortes, de diputados provinciales y de ayuntamientos constitucionales, volvió a alterar los ánimos.

En este contexto surgió un plan independentista dentro de las filas realistas. Su autor, Agustín de Iturbide, un militar criollo nacido en Valladolid, simpatizaba con la autonomía pero había rechazado el curso violento del movimiento insurgente. Desde 1815 había expresado la facilidad con la que podría lograrse la independencia de unirse los americanos de los dos ejércitos beligerantes. Don Agustín no había sufrido una sola derrota, pero una acusación había interrumpido su carrera y, aunque fue relevado de aquélla, prefirió volver a la vida privada. La experiencia de la guerra y su retiro le permitieron reflexionar sobre la situación, y su acceso a amplias capas de la población lo familiarizó con los diversos puntos de vista de los novohispanos, mismos que fue conjugando en un plan para consumar de manera pacífica la independencia. Su prestigio hizo que el grupo opositor a la constitución se le acercara pero, contrariamente a la interpretación tradicional, Iturbide no se sumó a esa corriente sino que buscó un apoyo general. Al ofrecerle Apodaca el mando del sur para liquidar a Guerrero, Iturbide vio la oportunidad de lograr su objetivo, por lo que informó sobre sus planes a los diputados novohispanos que marchaban rumbo a España.

Iturbide confiaba en vencer a Guerrero o lograr que se acogiera al indulto, pero como la empresa resultara más complicada lo invitó a unírsele. Guerrero, a su vez, consciente de su aislamiento, había llegado también a una conclusión semejante: la independencia sólo era posible en unión con un jefe realista. Al principio desconfió de su viejo enemigo, pero el plan y las seguridades que le ofreció Iturbide terminaron por convencerlo, por lo que pidió a sus tropas que lo reconocieran “como el primer jefe de los ejércitos nacionales”.

Para lograr el consenso, Iturbide había fundamentado el plan sobre tres garantías: religión, unión e independencia, que resumían los empeños criollos de 1808 y los de los insurgentes; la de unión buscaba tranquilizar a los peninsulares. El 24 de febrero de 1821, en Iguala, se proclamó el plan. Se enviaron copias al rey, a todas las autoridades civiles y militares del reino y a los jefes realistas e insurgentes. El plan fue recibido con entusiasmo por la población y el ejército, a excepción de jefes militares y autoridades de la capital, y algunos comandantes peninsulares.

Mientras tanto, en Madrid, los diputados novohispanos habían logrado que se nombrara al liberal Juan de O’Donojú jefe político de Nueva España. También, en un último intento por lograr la autonomía dentro del imperio español, presentaron una proposición federalista en junio de 1821 que ni siquiera fue discutida, por lo que se retiraron. O'Donojú llegó a Veracruz en julio, cuando el movimiento de Iguala ya se había extendido por todo el virreinato, lo que lo convenció de que la independencia era irreversible. Por tanto, informó al gobierno que era imposible contrarrestarla: “Nosotros mismos hemos experimentando lo que sabe hacer un pueblo cuando quiere ser libre”. Convencido, decidió entrevistarse con Iturbide, con quien firmó los Tratados de Córdoba en los que reconocía la independencia y el establecimiento de un Imperio Mexicano, pero que salvaba la unión con España al ser encabezado por un miembro de la dinastía reinante. Enseguida, O’Donojú exigió la capitulación del ejército que ocupaba la capital, lo que permitió que el 27 de septiembre de 1821 una ciudad engalanada con arcos triunfales recibiera entusiasmada al libertador Iturbide, a Guerrero y al Ejército Trigarante. Desfiles, juegos pirotécnicos y canciones celebraron la independencia y al libertador, mientras el optimismo general disimulaba las contradicciones existentes entre realistas e insurgentes.

Solemne y pacífica entrada del Ejército de las Tres Garantías en la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, autor desconocido, óleo sobre tela, siglo XIX, MNH, INAH, México.

SE FUNDA EL ESTADO MEXICANO

La lucha y la Constitución de 1812 habían favorecido la desorganización de la Nueva España, cuyo enorme territorio, mal comunicado y con una población escasa y heterogénea, estaba expuesto por el norte al expansionismo de Estados Unidos. Aunque pleno de optimismo, el imperio, dividido, desorganizado, en bancarrota, con una enorme deuda de 45 millones de pesos y habitantes sin experiencia política, nacía sobre bases endebles. El reconocimiento de O'Donojú hizo que el camino del nuevo Estado pareciera expedito, pero aquél murió en octubre y privó a la nación de su experiencia y de la legitimidad que personificaba. Así, concluidos los festejos, la nación quedaba frente a la ardua tarea de controlar el territorio, reanudar el cobro regular de impuestos, despertar lealtad en los ciudadanos y lograr el reconocimiento internacional para regularizar sus relaciones con el exterior.

Iturbide constituyó una Junta Provisional Gubernativa con individuos simpatizantes de diversas propuestas pero sin insurgentes, también ausentes de la regencia de cinco miembros elegidos por la junta. Iturbide, como presidente de la regencia, de inmediato convocó la elección de diputados para el congreso nacional que debía redactar la constitución del imperio, pero, ignorando la convocatoria de 1810 para elegir diputados a Cortes, optó por una representación corporativa que favorecía a las élites. Elegidos los diputados, el congreso comenzó sus trabajos el 24 de febrero de 1822. En aquel entonces había llegado la feliz noticia de la anexión de la capitanía de Guatemala que, en bancarrota y amenazada de fragmentación, buscaba una salida; pero también llegó otra poco satisfactoria: las Cortes habían desconocido los Tratados de Córdoba. De inmediato, los monarquistas empezaron a enfrentarse al grupo que favorecía la coronación de Iturbide.

Sesión del Congreso Constituyente dando el Acta Federal a los pueblos, Theubert de Beuchamps, siglo XIX, acuarela sobre papel, Real Biblioteca, Patrimonio Nacional, Madrid, España.

La situación era complicada. La rebaja de impuestos y la desorganización de su cobro, sumada a la percepción de que la independencia liberaba a los habitantes de su pago, hicieron escasear los recursos. La urgencia por pagar el sueldo de empleados y militares requería que el congreso legislara el arreglo de la hacienda pública y del ejército, amén de redactar la constitución, pero su inexperiencia distrajo a los diputados en formalismos. El también inexperto Iturbide tampoco supo enfrentar la situación y, al chocar con los congresistas, amenazó con la renuncia. En medio de su popularidad, el rumor de su renuncia sirvió para que el sargento Pío Marcha instigara al regimiento Celaya a amotinarse la noche del 18 de mayo al grito de “¡Viva Agustín I, emperador de México!”. El populacho de la capital no tardó en sumarse exigiendo que el congreso discutiera la propuesta. Éste, en lugar de negarse, deliberó esa noche en medio de la gritería y, como muchos diputados apoyaban la petición, una mayoría votó a favor de su coronación.

En medio de las privaciones y del descontento de los insurgentes republicanos, Iturbide se coronó el 21 de julio, aunque con menos facultades que cuando era presidente de la regencia. El descontento y la llegada de Mier, liberado de San Juan de Ulúa, dieron lugar a conspiraciones. El emperador procedió a encarcelar a los sospechosos, con lo que creó una situación tan crítica que varios diputados le aconsejaron disolver el congreso. Efectuada la disolución el 21 de octubre, Iturbide lo sustituyó por una junta nacional instituyente, elegida entre los mismos miembros del congreso.

Coronación de Agustín, autor desconocido, 1822, acuarela sobre seda, MNH, INAH, México.

Este suceso, unido al temor de las provincias frente al centralismo favorecido por Iturbide, más la imposición de préstamos forzosos, había producido un malestar que iba a aprovechar el joven brigadier Antonio López de Santa Anna para pronunciarse. El 2 de diciembre de 1822, desde Veracruz, desconoció a Iturbide, exigió la restauración del congreso y el establecimiento de un gobierno republicano. El plan apenas logró apoyo pero, en cambio, sirvió para que las sociedades secretas o logias masónicas armaran una coalición entre las tropas enviadas a combatirlo, mismas que el 2 de febrero de 1823 lanzaron el Plan de Casa Mata. Éste exigía la elección de un nuevo congreso y, como reconocía la autoridad de las diputaciones provinciales, conquistó el apoyo regional. Iturbide, confiado en que el plan no atentaba contra su persona, se limitó a reinstalar el congreso disuelto. Pero como el malestar no se acallara, abdicó el día 22 y el 11 de mayo se embarcó con su familia rumbo a Italia. El congreso no sólo decretó la ilegalidad del imperio, sino que declaró a Iturbide fuera de la ley si tocaba territorio nacional. Este decreto establecía que, al intentar volver al territorio mexicano en 1824, Iturbide fuera fusilado.

"Nuevas zorras de Sansón que a su autor dedica el impávido y benemérito General D. Antonio Lopez de Santana" [sic.], en El Payo del Rosario. México: Imprenta de Don Mariano Ontiveros, 1823. BNM, Fondo Reservado, UNAM, México.

Fracasado el experimento político monárquico, el país se encontró sin ejecutivo. El congreso reinstalado no dudó en asumir el poder total y el 31 de marzo nombró un triunvirato formado por Pedro Celestino Negrete, Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo para ejercer como Supremo Poder Ejecutivo. Las diputaciones provinciales y el ejército se negaron a obedecerlo y exigieron una convocatoria para elegir un nuevo congreso, de acuerdo con el Plan de Casa Mata.

Centroamérica, que en la época virreinal se había administrado aparte, fue la única en separarse en forma permanente, pero como Guadalajara, Oaxaca, Yucatán y Zacatecas se declararon estados libres y soberanos, la desintegración pareció inminente. El poder ejecutivo nombró a Lucas Alamán secretario de Relaciones, quien, para impedir que el territorio se fragmentara, movilizó al ejército contra la provincia más virulenta, Guadalajara. Los representantes de ésta y Zacatecas acordaron reconocer la autoridad del congreso a condición de que el territorio se organizara como una federación. El congreso se resistió a hacerlo, pero el temor a la fragmentación, como la de los virreinatos meridionales, lo llevó a ceder y a convocar la elección de un nuevo congreso constituyente.

El nuevo congreso se instaló en noviembre de 1823 con una mayoría federalista pero dispuesta a mantener la unión. De esa manera, el acta del 31 de enero de 1824 constituyó los Estados Unidos Mexicanos y, después de largos debates, para septiembre tenía listo el texto de la Constitución de 1824, que fue jurada en octubre. En ella se establecía una república representativa, popular y federal formada por 19 estados, cuatro territorios y un Distrito Federal; mantenía la católica como religión de Estado, sin tolerancia de otra, y un gobierno dividido en tres poderes, con el legislativo como poder dominante. El ejecutivo quedó en manos de un presidente y un vicepresidente, y el poder judicial en las de tribunales y una Suprema Corte de Justicia. Se mantuvo el sistema electoral establecido por la constitución española. Como era un sistema indirecto, aunque en el primer nivel votaban casi todos los hombres mayores de edad, era restringido. El presidente de la república era elegido por las legislaturas estatales. Esta constitución tuvo influencia de la de Estados Unidos, pero la fundamental fue la de 1812.

El tradicional regionalismo determinó que el federalismo mexicano fuera más radical que el norteamericano, ya que al gobierno federal se le privó de autoridad fiscal sobre los ciudadanos. Aunque quedaron a su cargo el pago de la deuda, la defensa, el orden y la obtención del reconocimiento internacional, para cumplir con ello sólo se le adjudicó una contribución que debían pagar los estados —que pocos cumplieron—, más los impuestos de las aduanas y algunas menudencias.

La elección del ejecutivo favoreció a los ex insurgentes Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo para la presidencia y vicepresidencia. La jura de los puestos se efectuó en un ambiente de optimismo, confiado en que el nuevo régimen político aseguraba el progreso. Esto contrastaba con la situación real del país: endeudado, desorganizado y necesitado de crédito y de reconocimiento internacional para funcionar. El imperio sólo había contado con el reconocimiento de Gran Colombia, Perú, Chile y Estados Unidos, pero requería urgentemente el de Gran Bretaña que, por su poderío político y financiero, era la única capaz de neutralizar la amenaza de reconquista y proveer el crédito necesario. Como Gran Bretaña se interesaba en la plata y el mercado mexicanos, en 1825 extendió el reconocimiento y en 1826 firmó un favorable tratado de amistad y comercio. El afán especulativo de los banqueros ingleses había permitido que antes del reconocimiento se obtuvieran dos préstamos. Aunque las condiciones fueron leoninas, los préstamos permitieron que funcionara la primera presidencia y que se pudiera expulsar a los españoles de San Juan de Ulúa, su último reducto en territorio mexicano. Por desgracia, el país no pudo pagar los intereses, con la consiguiente pérdida de crédito y la pesadilla que significó la deuda para todos los gobiernos.

La anhelada libertad de comercio se inauguró con la independencia y permitió la llegada de comerciantes europeos y norteamericanos. El comercio permaneció casi paralizado durante las primeras décadas, afectado por el marasmo económico, las malas comunicaciones, la inseguridad, el alto costo de la arriería y la falta de moneda flexible. Iturbide había recurrido a la emisión de papel moneda, pero fue suprimida por su caída. De esa manera, las libranzas sirvieron como sustituto. En 1829 se introdujo la moneda de cobre para favorecer transacciones menores, pero como no tardó en falsificarse en gran escala se retiraría en 1841, con enormes pérdidas para la hacienda pública.

Las grandes esperanzas que se pusieron en la libertad de comercio no tardaron en ser traicionadas por una realidad que destruyó la incipiente industrialización iniciada a fines del siglo xviii. De todas maneras, los grandes paquebotes que llegaron con mercancía a puertos mexicanos procedentes de Europa y Estados Unidos animaron ciertas transacciones. Los británicos no tardaron en dominar el comercio de mayoreo de manta barata, hilazas, instrumentos y maquinaria, mientras que el de artículos de lujo se convirtió en coto francés. En los tratados internacionales se reservó el comercio de menudeo para los mexicanos, pero no se pudo evitar que franceses y españoles lo invadieran, lo que ocasionó graves problemas diplomáticos que forzaron al gobierno a eliminar su prohibición en 1842. La libertad de comercio también tuvo consecuencias políticas, ya que algunos comerciantes eran cónsules o vicecónsules de sus países y se inmiscuían o instigaban pronunciamientos, en especial en Veracruz y Tampico, para aprovechar los descuentos de impuestos que les hacían los rebeldes.

Las exportaciones mexicanas continuaron siendo principalmente de plata, aunque también salieron palo de tinte, añil, vainilla, cochinilla, henequén y azúcar. La mayor parte del comercio se hacía por Veracruz, Tampico, Matamoros, Campeche, Sisal, Mazatlán, Guaymas y San Blas, y estuvo azotado por el contrabando. Algunas rutas establecidas en el norte, en especial entre Santa Fe, Chihuahua y Texas con Estados Unidos, resultaron especialmente exitosas y, por desgracia, sirvieron para alimentar la ambición territorial del vecino del norte.

A pesar del estancamiento económico, el recuerdo del lustre novohispano, las ambiciones despertadas por la publicación del libro de Alejandro de Humboldt y la indispensable plata mexicana patrocinaron la llegada de capitales británicos y alemanes a la minería. Pero la inyección de capital y la introducción de la máquina de vapor no fueron suficientes para mantener la vieja producción que se redujo a la mitad. A excepción de Zacatecas, la recuperación de la minería fue lenta, pero logró exportar legalmente un promedio de 15 millones de pesos anuales de plata, y otro tanto de contrabando.

Producción de oro y plata

Tomado de Guillermo Beato, “Principales aspectos de la economía, la sociedad y la política en México, 1821-1920”, en El poblamiento de México, vol. III, México, Consejo Nacional de Población, 1993.

La agricultura, tan afectada por la pérdida de fuerza de trabajo, la inseguridad y el costo del transporte, también tardó en reponerse. Las haciendas permanecieron en manos criollas y sus dueños continuaron con la diversificación de sus empresas para defenderse de las fluctuaciones económicas. La producción de azúcar, café o henequén para exportación llevó a las grandes haciendas a invadir las tierras de los pueblos, lo que fue causa de insurrecciones rurales.

Tampoco pudo echarse a andar el sueño de construir ferrocarriles para solucionar el problema de las comunicaciones, pues estuvo obstaculizado por la falta de financiamiento y sólo se lograron construir 18 kilómetros de vía férrea. La misma suerte afectó la formación de una flota mercante; sólo los yucatecos contaron con una flota de pequeñas embarcaciones para el comercio de cabotaje.

La vida política tampoco conquistó la estabilidad y la plaga del faccionalismo producida por las logias masónicas y los pronunciamientos militares harían que pronto se esfumara la paz, aunque hay que advertir que, con excepción de las de 1832 y 1854, las revoluciones siempre afectaron áreas limitadas. La logia escocesa, introducida por el ejército español, se había difundido entre las clases altas, por lo que los radicales decidieron fundar otra más popular. El presidente Victoria la favoreció en busca de “equilibrio” y el ministro norteamericano Joel R. Poinsett la registró en Estados Unidos. Esta logia, conocida como yorquina, adoptó la retórica antiespañola, favorecida por las clases populares y fortalecida al descubrirse la conspiración del padre Joaquín Arenas, que promovía una vuelta al orden colonial. Este hecho incrementó los enfrentamientos entre masones, empantanando el funcionamiento del gobierno y orillando al vicepresidente Bravo a pronunciarse en 1827 contra las logias y la intromisión política del ministro Poinsett. La derrota de Bravo y su destierro aseguraron el predominio yorquino y la aprobación de las leyes de expulsión de españoles.

En un ambiente tenso, en 1828 se llevaron a cabo las elecciones para la primera sucesión presidencial y México no superó la prueba. El voto de las legislaturas favoreció a Manuel Gómez Pedraza, pero el general Santa Anna se pronunció en Veracruz a favor de Guerrero. Después de que un motín radical en la Ciudad de México apoyara el levantamiento, Pedraza renunció. El congreso, sin autoridad constitucional, designó a Guerrero presidente y a Anastasio Bustamante vicepresidente.

En una presidencia fugaz y desgraciada, y con una hacienda exhausta, Guerrero tuvo que cumplir con la expulsión de españoles y hacer frente a la expedición de reconquista dirigida por Isidro Barradas. Los generales Mier y Terán y Santa Anna lograron derrotarla. A este éxito se sumó la promulgación del decreto de abolición de la esclavitud, sin que lograran neutralizar su impopularidad. En diciembre de 1829, el ejército de reserva que se había situado en Jalapa para apoyar la defensa desconoció a Guerrero y, en enero de 1830, el vicepresidente Bustamante asumió el ejecutivo, con Alamán como secretario de Relaciones.

La administración de Bustamante se empeñó en dar fin a los levantamientos militares, ordenar la hacienda pública, normalizar el pago de la deuda británica y favorecer el desarrollo económico. Alamán puso en orden la hacienda pública y renegoció la deuda externa, además de empeñarse en promover el desarrollo económico y la industrialización. Para ello fundó el Banco de Avío e importó maquinaria textil, semillas de algodón, cabras y vicuñas finas. Sus esfuerzos y la difusión de conocimientos prácticos en periódicos como El Mercurio favorecieron la fundación de fábricas textiles que, para mediados de siglo, lograrían una módica producción, sin lograr competir con la inglesa.

Aunque todos reconocieron las habilidades de Alamán, desconfiaron de sus manipulaciones políticas que le habían permitido eliminar enemigos del régimen en algunos estados, lo que despertó el temor de los gobiernos estatales de que pretendiera centralizar la administración. A ese temor se sumó el descontento generado por el fusilamiento del general Guerrero y otros radicales en 1831. Santa Anna, que aspiraba a la presidencia, decidió aprovechar el malestar para pronunciarse en enero de 1832 y desencadenó una revolución tan costosa que condenó al gobierno a préstamos de la iglesia, la hipoteca de aduanas y la renta de casas de moneda y salinas, por lo que al final quedó a merced de los préstamos usurarios para poder funcionar a medias.

Santa Anna, con el apoyo de las milicias y las entradas de las aduanas de Veracruz y Tampico, triunfó sobre Bustamante y el ejército. Los estados condicionaron su apoyo a que volviera Gómez Pedraza y terminara el periodo para el que había sido elegido. Efectuadas las elecciones de 1833, resultaron elegidos Santa Anna y Valentín Gómez Farías, con un congreso radical e inexperto. Dado que Santa Anna estuvo constantemente en su hacienda o en la campaña militar contra el levantamiento de “religión y fueros” iniciado contra los gobernadores de Michoacán y el Estado de México, durante casi todo el primer año el ejecutivo lo ejerció el vicepresidente Gómez Farías.

Los radicales estaban decididos a emprender la reforma liberal y para asegurarse de no tener opositores importantes, decretaron una ley que condenaba al destierro a una lista de sospechosos que podían serlo. Para octubre de 1833, y en medio de una epidemia de cólera, el congreso inició la promulgación de leyes que afectaban a la iglesia. Se eliminaron el uso de la fuerza pública para el cobro de diezmos y el cumplimiento de votos monásticos; la provisión de curatos vacantes por el gobierno; la clausura de la Universidad, y la laicidad de la educación superior. Gómez Farías suspendió la provisión de curatos por considerarla impolítica, pero el congreso exigió su vigencia y condenó al destierro a los obispos que se resistieran. La medida, sumada a la proscripción de ciudadanos, hizo estallar el descontento popular.

Las reformas religiosas habían contado con la aprobación de Santa Anna, pero cuando el congreso empezó a discutir la reorganización del ejército, aquél aprovechó el clamor general contra el vicepresidente y los radicales, y reasumió la presidencia. El general nombró un gabinete moderado y suspendió las reformas, a excepción de la supresión del pago de diezmos que tanto favorecía a los hacendados.

De hecho, desde 1829 privaba la inconstitucionalidad. El congreso había violado varias veces la ley suprema, el ejecutivo sólo funcionaba con poderes extraordinarios y la debilidad de la federación dificultaba el funcionamiento del gobierno; es decir, era urgente una reforma constitucional. En 1835, en medio de una situación crítica en la que los colonos texanos preparaban la secesión, el congreso federal aprobó un decreto que reducía la milicia cívica. Los estados de Zacatecas y de Coahuila y Texas decidieron desafiarlo y el ministro de Relaciones, José María Gutiérrez de Estrada, trató inútilmente de convencer al gobierno zacatecano de la legalidad de la ley y de la imposibilidad de hacer excepciones. Zacatecas aprestó su milicia para resistir el decreto, aunque a la llegada del ejército el comandante, la milicia y el gobernador huyeron, lo que permitió que la capital del estado fuera ocupada sin violencia. Sin embargo, los hechos parecieron darle la razón a los enemigos del federalismo.

ANTE LAS AMENAZAS EXTRANJERAS SE EXPERIMENTAN EL CENTRALISMO Y LA DICTADURA

El desafío zacatecano y la amenaza de secesión texana generalizaron la percepción de que el federalismo favorecía la desintegración del territorio nacional. Así, aunque el congreso elegido en 1834 empezó a debatir la reforma de la constitución, terminó por ceder al clamor que pedía al legislativo convertirse en constituyente y adoptar una “forma más análoga a sus necesidades y costumbres”. Por tanto, mientras Santa Anna emprendía la expedición a Texas, los legisladores iniciaron la redacción de una nueva constitución. Los diputados procedieron a estudiar cuidadosamente los “errores” de la primera ley fundamental y a debatir la forma de corregirlos.

Las Siete Leyes, la primera constitución centralista, estuvo lista en diciembre de 1836. Aunque los federalistas la tacharon de conservadora, era de cuño liberal, pues preservaba la representación y la división de poderes, que aumentó con un cuarto, el Poder Conservador, encargado de vigilar a los otros. La percepción de que la extensa representación causaba inestabilidad llevó a reducirla. De esa manera se estableció un voto censitario, similar al que prevalecía en todos los países que contaban con representación, es decir, votaban y eran votados sólo aquellos que pagaban impuestos o tenían propiedades. La elección continuó siendo indirecta. Los estados perdieron su autonomía y se convirtieron en departamentos, con gobernantes elegidos por el ejecutivo nacional de una terna que le presentaban las juntas departamentales. Los congresos estatales se convirtieron en juntas departamentales de sólo siete diputados y los ayuntamientos se redujeron a aquellos que existían en 1808, además de los de pueblos con más de 8 000 almas y puertos con más de 4 000. La elección de presidente se hizo más complicada, pues se determinó que el Senado y la Suprema Corte de Justicia presentaran sus ternas, de las cuales la Cámara de Diputados escogería a tres que serían turnadas a las juntas departamentales; el voto de cada una de ellas sería considerado por la Cámara de Diputados, cuyo presidente declararía quién resultaba vencedor. La hacienda pública se centralizó para fortalecer al gobierno nacional, pero, aunque el periodo presidencial se amplió a ocho años y se suprimió la vicepresidencia, el ejecutivo continuó siendo muy débil, ya que estaba sometido al Poder Conservador, al Congreso y al Consejo de Gobierno. Aunque las Siete Leyes se juraron después del desastre de Texas, el pueblo mexicano, siempre confiado en los milagros, eligió presidente al general Anastasio Bustamante, en un ambiente de optimismo que veía el sistema como “un nuevo y prometedor comienzo”.

La ignorancia atribuye al centralismo la independencia de Texas, pero su pérdida estaba anunciada por la entrada de colonos del expansivo vecino, y el interés de Estados Unidos por comprarlo, expresado por el ministro Poinsett desde 1825. La corona española había autorizado la entrada de los primeros colonos angloamericanos, preocupada por poblarlo y dar asilo a sus súbditos de la Luisiana y las Floridas —que había perdido—, a quienes autorizó a trasladarse a Texas con ciertos privilegios. Al independizarse México, el gobierno, deseoso de poblar el Septentrión, mantuvo esa política. Condicionó la entrada de colonos angloamericanos a los que fueran católicos, pero incrementó sus privilegios con la esperanza de convertirlos así en ciudadanos leales. Se aprobaron concesiones de grandes territorios a algunos “empresarios”, quienes se comprometían a poblarlos con colonos honestos que recibirían tierra prácticamente gratis, pagando a los empresarios sólo el deslinde y la división de los terrenos. El estado de Coahuila y Texas cobró la titulación de la propiedad y un simbólico pago. Por desgracia, la enorme frontera, la lejanía y la falta de recursos favorecieron que una mayoría protestante y esclavista entrara y violara las leyes, de forma que en las colonias privaba la ilegalidad.

Presupuesto de la Primera República Centralista

Con información de Pablo Macedo, La evolución mercantil. Comunicaciones y obras públicas. La Hacienda Pública (Tres monografías que dan idea de una parte de la evolución económica de México), México, Imprenta de J. Ballescá, 1905.

Es verdad que el Congreso Constituyente de 1824, al unir Texas a Coahuila, provocó muchos problemas, pero para 1834 la mayoría se había resuelto. Las verdaderas fuentes de fricción eran la esclavitud y la instalación de aduanas, una vez vencidos los plazos de exención. Desde los debates de la constitución del estado, el empresario anglosajón Esteban Austin había chantajeado a los diputados que querían abolir la esclavitud, preguntándoles con qué fondos iban a pagar a sus dueños el valor de sus “propiedades”. Por tanto, la Constitución de 1827 sólo se limitó a declarar que “en el estado nadie nace esclavo”. En 1829, Guerrero declaró la abolición de la esclavitud en México, pero exentó de su vigencia a Texas, a condición de que no se importara ni un solo esclavo más. Pero el hecho de que en un futuro cercano desapareciera la esclavitud inquietó a los colonos.

De cualquier forma, iba a ser la ley de colonización de 1830, que prohibía la inmigración de angloamericanos, la que generalizó el descontento, mismo que aumentó al abrirse la primera aduana en 1832. En la villa de Anáhuac provocó una revuelta que desembocó en la reunión de la primera convención de angloamericanos. Los especuladores anexionistas, llegados a fines de los años veinte, se encargaron de utilizar hábilmente “estos agravios” para azuzar a los colonos pacíficos. Una segunda convención decidió que Austin viajara a México para presentar al congreso algunas peticiones. Austin, que tenía muchos amigos entre los diputados radicales de 1833, logró que se anulara la prohibición de inmigración angloamericana, que se extendiera el plazo de exención de impuestos y que Coahuila hiciera reformas para aumentar la representación texana, autorizara el uso del inglés en trámites administrativos y judiciales y aprobara el juicio por jurado, es decir, tribunales en los que los transgresores de las leyes serían juzgados por los propios ciudadanos.

Pero la reapertura de la aduana en 1835, al vencerse el nuevo periodo de exención de impuestos, volvió a inquietar los ánimos. El comandante militar no supo resolver los problemas y los anexionistas volvieron a manipular el temor de los colonos al antiesclavismo mexicano para inclinarlos hacia la independencia. A fin de fortalecer su movimiento, los colonos hicieron un llamado a los norteamericanos para sumarse a su lucha por la libertad. Por tanto, en Estados Unidos se formaron miles de clubes que reclutaron voluntarios y reunieron armas y recursos. El presidente Andrew Jackson, a su vez, declaró la “neutralidad” en un problema interno mexicano, que además no respetó.

El gobierno optó por el envío de una expedición para someter la rebelión texana, al mando del general Santa Anna. La pobreza del erario y la improvisación del ejército propiciaron su mala organización y abastecimiento, pero la campaña se inició con éxito y en una sangrienta batalla se recuperó el fuerte del Álamo. Eso no impidió que, al mismo tiempo, los texanos declararan la independencia el 6 de marzo de 1836 y nombraran un gobierno provisional en el que el mexicano Lorenzo de Zavala fue designado vicepresidente. Santa Anna emprendió la persecución de tal gobierno y en un descuido cayó prisionero. El segundo al mando, el general Vicente Filisola, obedeció órdenes del presidente prisionero de retirar las tropas más allá del río Grande (más tarde Bravo), lo que aseguró la independencia de Texas y sus pretensiones de que ésa fuera la frontera del departamento. Las penurias mexicanas impedirían el envío de una nueva expedición, no sin que la recuperación de Texas se convirtiera en una obsesión que impediría al gobierno atender las advertencias británicas de reconocer la independencia, para evitar pérdidas mayores.

El centralismo no tardó en traicionar las esperanzas que había despertado. Apenas puesto en práctica, la supresión de ayuntamientos y la imposición del impuesto que todos los habitantes tenían que pagar (capitación) provocaron rebeliones rurales y levantamientos federalistas en el norte. De esa manera, la década centralista se convirtió en la de mayor inestabilidad del siglo e hizo más profunda la paralización económica. La debilidad del gobierno nacional propició intervenciones extranjeras, justificadas por reclamaciones que los gobiernos mexicanos habían descuidado. En su mayoría eran injustas o exageradas, como lo probaría el arbitraje internacional al que se sometieron las norteamericanas, que las redujo a 15%. En 1838, Francia las utilizó para bombardear y bloquear Veracruz y Tampico, obligando al país a endeudarse para pagar una indemnización muy injusta.

La escasez de fondos incrementó el endeudamiento del gobierno y forzó al congreso a decretar un impuesto de 15% a los artículos importados, lo que causó la quiebra de muchos comerciantes extranjeros y algunos mexicanos. De esa manera, antes de que se cumpliera el primer periodo presidencial, algunos buscaban solución a los problemas en una monarquía, “con un príncipe extranjero”, o en la dictadura militar. José María Gutiérrez de Estrada, convencido de que se conspiraba para establecer esta última, se atrevió a sugerir la alternativa monárquica. El ejército hábilmente provocó el gran escándalo republicano que le abriría paso a la dictadura. En 1841, los comerciantes extranjeros instaron a los generales Antonio López de Santa Anna, Mariano Paredes y Gabriel Valencia a pronunciarse y, en octubre, se establecía la dictadura militar encabezada por Santa Anna. Los federalistas moderados apoyaron la dictadura a condición de que se convocara un nuevo congreso constitucional. Santa Anna lo convocó y los federalistas obtuvieron la mayoría, lo que selló su destino. En diciembre de 1842 el gobierno lo disolvió y lo sustituyó por una junta de notables que redactó las Bases Orgánicas. La nueva constitución centralista eliminó el Poder Conservador, fortaleció al ejecutivo y amplió la representación y las facultades de las representaciones departamentales que se denominaron asambleas legislativas. Mas la bancarrota hacendaria también imposibilitó su funcionamiento.

Una vez juradas las Bases Orgánicas y realizadas las elecciones en 1843, Santa Anna resultó elegido presidente, con un congreso de federalistas moderados empeñado en hacerlo cumplir con el orden constitucional. Por tanto, cuando en noviembre de 1844 intentó disolverlo, el congreso se resistió y el 5 de diciembre de 1844 desaforó a Santa Anna con el apoyo del poder judicial, el ayuntamiento y el populacho de la capital. El presidente del consejo de gobierno, José Joaquín de Herrera, de acuerdo con la ley asumió provisionalmente el ejecutivo. Herrera eligió un gabinete con distinguidos federalistas moderados y se empeñó en formar un gobierno honesto que reconciliara las facciones. Los moderados se daban cuenta de la imposibilidad de afrontar una guerra y optaron por negociar el reconocimiento de Texas para evitarla.

Pero el contexto nacional e internacional era adverso. México no sólo estaba amenazado por Estados Unidos sino también por España, cuya casa reinante había organizado una conspiración para instalar una monarquía en el país, con la anuencia de Francia y Gran Bretaña. Organizado por el ministro español, Salvador Bermúdez de Castro, el proyecto contó con la colaboración de ciudadanos influyentes, como Alamán.

El proyecto dividió aún más el escenario político. Por si fuera poco, para la década de 1840 la asimetría de México con su vecino se había multiplicado. La población norteamericana llegaba a los 20 millones, al tiempo que México apenas excedía los siete y carecía de elementos para hacer frente a un país dinámico que contaba con extensos recursos humanos y materiales. Por desgracia, la propuesta mexicana de iniciar la negociación de reconocimiento era extemporánea y, en junio de 1845, Texas aprobó la oferta norteamericana de anexarse a Estados Unidos, lo que sirvió para que los federalistas radicales acusaran a Herrera de pretender su venta y la de California.

En esa delicada situación, los monarquistas se acercaron al general Mariano Paredes y Arrillaga, comandante de la división de reserva, quien aprovecharla su apoyo para llegar al poder. El prestigio de honestidad y eficiencia de Paredes había permitido que contara con los recursos del gobierno, pues el fortalecimiento de su división era esencial para apoyar la defensa del norte amenazado. No obstante, al recibir la orden de marchar hacia la frontera, en lugar de obedecerla procedió a desconocer a Herrera, dirigiéndose hacia la capital para asaltar la presidencia. Su dictadura militarista resultó un gran fracaso, pues ni combatió la corrupción ni reordenó la hacienda ni fortaleció la defensa. Como era de esperarse, no tardó en estallar un movimiento federalista en Guadalajara y, a pesar de que el ejército norteamericano avanzaba sobre el territorio mexicano, Paredes distrajo unidades del ejército para combatir a los federalistas.

Paredes también trató de evitar la guerra, pero el presidente James Polk estaba decidido a adquirir California a cualquier costo. Polk prefería evitar la guerra para no atizar los problemas regionales; por tanto, en La Habana ofreció soborno al exiliado Santa Anna e intentó comprar el territorio. A fines de 1845, un comisionado de Polk se presentó en la capital con diversas ofertas pero no fue recibido. Apenas tuvo noticias del fracaso de la misión, Polk ordenó al general Zachary Taylor avanzar hacia el río Grande, es decir, a territorio mexicano o, en el peor de los casos, territorio en disputa. Al recibir la noticia de un incidente violento en marzo, Polk declaró la guerra el 12 de mayo de 1846, acusando a México de haber “derramado sangre norteamericana en suelo norteamericano”, lo que era falso.

Para ese momento, ya habían tenido lugar las primeras derrotas mexicanas, el 8 y 9 de mayo. La noticia causó estupor en la población y determinó el descrédito de la dictadura de Paredes y del centralismo. Sin considerar los inconvenientes de un cambio político en medio de la guerra, el 4 de agosto un pronunciamiento federalista desconocía a Paredes y restauraba la Constitución de 1824, lo que obstaculizó la organización de la defensa. Por un lado, la restauración federalista le arrebataba facultades al gobierno y lo dejaba prácticamente solo al frente de la guerra; por otro, la rebatiña de puestos en ayuntamientos, poderes estatales y federales distraía la atención del frente.

Una vez desencadenada la guerra, el resultado era previsible. México carecía de todo: su armamento era obsoleto; sus oficiales, poco profesionales; sus soldados, improvisados. Este ejército se enfrentaban a uno tal vez menor, pero profesional, con servicios de sanidad e intendencia, artillería moderna de largo alcance y un caudal de voluntarios que podían entrenarse y renovarse periódicamente. Mientras el ejército mexicano tenía que desplazarse de sur a norte, Estados Unidos destacaba varios ejércitos y atacaba en forma simultánea diversos frentes, al tiempo que su marina bloqueaba y ocupaba los puertos mexicanos, privando al gobierno de los recursos de las aduanas que los invasores explotaron para sostener la guerra. Como se redujo el pago de impuestos, el comercio se animó. Precisamente para evitar que sus puertos fueran ocupados, Yucatán se declaró neutral ante la guerra.

Para enero de 1847, Nuevo México y California, poco poblados y casi sin defensa, habían sido anexados a Estados Unidos. La superioridad norteamericana aseguró las victorias y la ocupación del norte y, después, del eje Veracruz-Puebla. El ejército mexicano, mal comido, mal armado, desmoralizado tanto por la superioridad técnica del enemigo como por presenciar el abandono de sus heridos, se mantuvo en la lucha contra soldados bien avituallados, lo que hizo su sacrificio casi inútil. Monterrey y Veracruz resistieron con pérdidas costosas y en la Angostura el ejército mexicano sostuvo durante dos días una lucha heroica que, al retirarse, se convirtió en derrota.

El ejército que desembarcó en Veracruz no tardó en ocupar Puebla, lo que hizo inevitable la caída de la Ciudad de México. Después de cuatro derrotas en el valle de México, Santa Anna ordenó el retiro del ejército de la capital para evitarle penalidades, pero cuando el pueblo se dio cuenta del avance del enemigo trató de defenderla, lo que produjo un río de sangre y la declaración del estado de sitio. El 14 de septiembre de 1847, en Palacio Nacional ondeaba la bandera norteamericana.

Tercer día de asedio de Monterrey, Sarony y Major, litografía, 23 de septiembre de 1846, LOC, Washington, Estados Unidos.

Al día siguiente, en la villa de Guadalupe, Santa Anna renunciaba a la presidencia, que fue asumida por Manuel de la Peña y Peña, presidente de la Suprema Corte de Justicia, quien trasladó el gobierno a Querétaro. A pesar de la oposición activa de radicales y monarquistas, los moderados lograron reunir al congreso y a varios gobernadores para darle visos de cierta normalidad al gobierno.

Mientras tanto, las victorias habían generado en Estados Unidos un expansionismo estridente que clamaba por absorber todo México. Polk había enviado a Nicholas Trist para negociar la paz, pero ante las victorias norteamericanas le ordenó volver para que exigiera más territorio en el tratado de paz. La orden puso a Trist en un dilema moral; además, ya había aceptado la comunicación del gobierno mexicano con los nombres de los comisionados con los que negociaría: Luis G. Cuevas, Bernardo Couto y Miguel Atristáin. Instado por el general Winfield Scott, general en jefe del ejército que había marchado de Veracruz a México, y por el ministro británico, Trist decidió desobedecer e iniciar la difícil negociación que culminó el 2 de febrero de 1848 con la firma del tratado de paz en la villa de Guadalupe. Trist confesaría a su familia la vergüenza que lo había invadido “en todas las conferencias [ante]... la iniquidad de la guerra, como un abuso de poder de nuestra parte”. En el tratado, México reconocía la pérdida de más de la mitad de su territorio. Se aprobó una indemnización de 15 millones de pesos por daños y el prorrateo de la deuda externa mexicana que correspondía a los territorios perdidos, pues éstos habían sido conquistados por la fuerza de las armas. Los comisionados lograron salvar Baja California y Tehuantepec y asegurar los derechos de los mexicanos que vivían en las tierras perdidas. En el artículo xi, el único favorable a México, Estados Unidos se comprometía a defender la frontera del ataque de los indios de las praderas, pero esto nunca se cumplió. Al presentar el tratado al congreso, De la Peña subrayó que se había firmado para recuperar las zonas ocupadas y que “la república sobreviviera a su desgracia”.

A pesar de la hostilidad de monarquistas y radicales, el gobierno llevó a cabo las elecciones y logró que el congreso reunido en Querétaro aprobara el tratado en mayo. La elección presidencial favoreció a Herrera, quien en junio restablecía el gobierno en la Ciudad de México. Herrera emprendió la reorganización del país en una atmósfera de depresión general, con amenazas de pronunciamientos monarquistas y federalistas, y enfrentando levantamientos indígenas en varios estados, en especial en Yucatán. Pero no era todo, el país sufría también ataques de indígenas y de filibusteros norteamericanos que buscaban nuevas tajadas de territorio.

El gobierno de Herrera logró reorganizar la administración y reducir el ejército, pero no neutralizar la polarización política entre federalistas moderados y radicales y monarquistas, amén del grupo que respondía al general Santa Anna. La amargura llevó a las facciones políticas a acusarse mutuamente por la derrota, lo que en cierta forma las obligó a definir sus principios. Así, en 1849 aparecía el partido conservador, con un programa estructurado por Alamán, que empujó a los federalistas a definirse como partido liberal.

En 1851, Herrera entregó pacíficamente la presidencia a su sucesor, Mariano Arista, quien, menos afortunado, sucumbió ante los ataques y pronunciamientos que lo llevaron a renunciar. Después del interinato del presidente de la Suprema Corte de Justicia, un acuerdo militar impuso al general Manuel María Lombardini mientras los estados realizaban la elección del presidente provisional, quien convocaría un congreso. Para entonces, todos los partidos habían llegado a la conclusión de que era necesario un gobierno fuerte. De esa manera, realizadas las elecciones, los votos favorecieron al general Santa Anna, exiliado en Colombia.

Escena de mercado La Sorpreza, José Agustín Arrieta, ca. 1850, MNH, INAH, México.

El 20 de abril de 1853 volvió al poder el irresponsable veracruzano. El conservador Alamán le presentó un plan que se centraba en la necesidad de un gobierno fuerte pero responsable, sin representación alguna, con un ejército respetable, unido religiosamente y con apoyo europeo. El liberal Miguel Lerdo de Tejada le presentó otro que subrayaba medidas económicas para el desarrollo. Santa Anna, acostumbrado a mediar entre partidos, adoptó el plan conservador de Alamán, quien encabezó su gabinete, pero procuró poner en acción la política sugerida por su radical paisano Lerdo, a quien nombró oficial mayor del nuevo Ministerio de Fomento, Colonización, Industria y Comercio.

Asalto a diligencia, Manuel Serrano, óleo sobre tela, siglo XIX, MNH, INAH, México.

La Alameda de México, Casimiro Castro, litografía, 1855, en México y sus alrededores. Colección de vistas, trajes y monumentos, que muestra las litografías a color de C. Castro, J. Campillo, L. Auda y G. Rodríguez. México: Decaen Editor, 1855-1856. Biblioteca Colmex, México.

Santa Anna inició una política represiva y desterró al ex presidente Arista. Como los conservadores consideraban la dictadura como puente para establecer la monarquía, se emprendió la búsqueda de un monarca, la cual tuvo poca fortuna ante el delicado contexto de la política europea centrada en los problemas turcos. Alamán murió en junio de 1853 y, ya sin ese moderador, Santa Anna aumentó la censura y el destierro de liberales. No tardó en cobrarle gusto al poder y convirtió la dictadura en vitalicia, adoptando el título de Alteza Serenísima.

La dictadura enfrentó el eterno problema de la escasez financiera y el endeudamiento, y como el dictador no renunció a sus caprichos y veleidades, para pagarlos estableció nuevos y absurdos impuestos. No obstante, la dictadura tuvo sus aciertos, entre ellos la publicación del primer Código de Comercio y la labor del Ministerio de Fomento, que promovió la importación de maquinaria e impulsó comunicaciones y bibliotecas.

Santa Anna tuvo que enfrentar de nuevo el expansionismo norteamericano, insatisfecho a pesar de haberse engullido la mitad del territorio mexicano y que presionaba para hacerse del istmo de Tehuantepec, la Baja California y, de ser posible, los estados norteños. El nuevo ministro norteamericano, James Gadsden, conocedor de la penuria del gobierno, creyó que sería fácil conseguir la venta de una buena porción de territorio. El gobierno norteamericano utilizó como pretexto un error del mapa con el que se había negociado el Tratado de Guadalupe y la necesidad del territorio de la Mesilla para la construcción de un ferrocarril.

El gobierno no logró concretar ninguna alianza europea para neutralizar la amenaza norteamericana y temeroso Santa Anna de una nueva guerra aceptó negociar en diciembre de 1853. Estados Unidos aprovechó la firma de un nuevo tratado para obtener la meseta de la Mesilla y anular la cláusula que garantizaba la defensa de la frontera de ataques indígenas. Los 10 millones obtenidos le sirvieron a Santa Anna para mantenerse en el poder, pero el costo político del tratado fue alto y desacreditó completamente a la dictadura. Por otra parte, las esperanzas puestas en un gobierno “fuerte” se habían esfumado y, al año de su toma del poder, el repudio a la dictadura se había generalizado. El consabido pronunciamiento estalló en marzo de 1854 con el Plan de Ayutla, promovido por Juan Álvarez e Ignacio Comonfort. El plan desconocía el gobierno, repudiaba la venta de la Mesilla y exigía la elección de un congreso constituyente que reconstituyera una república representativa federal.

Aunque contaron con el apoyo moral de los liberales desterrados que residían en Nueva Orleans, por falta de recursos los rebeldes se limitaron a una guerra de guerrillas, mientras los pagos de la Mesilla permitieron a Santa Anna combatirlos, de manera que se mantuvo en el poder hasta agosto de 1855.

REFORMA LIBERAL, INTERVENCIÓN FRANCESA Y TRIUNFO DEFINITIVO DE LA REPÚBLICA

La dictadura de Santa Anna radicalizó las posiciones políticas. Aunque los dos partidos compartían la aspiración de progreso, su idea de cómo alcanzarlo era diferente. Los conservadores consideraban que sólo podría lograrse mediante un sistema monárquico y una sociedad corporativa, apuntalados por una iglesia y un ejército fuertes. Los liberales, por su parte, pensaban que sólo una república representativa, federal y popular similar al modelo norteamericano podía garantizarla, por lo que consideraban urgente borrar toda herencia colonial, eliminar corporaciones y fueros, y desamortizar los bienes del clero y las propiedades comunales para convertir a México en un país de pequeños propietarios. Pero la forma de llevar a cabo esta tarea dividía a los liberales. Los moderados querían hacerlo lentamente para evitar toda resistencia violenta y por tanto se inclinaban por restaurar la Constitución de 1824, reformada. En cambio, los puros se inclinaban por una reforma drástica y, en consecuencia, por una nueva constitución.

El movimiento de Ayutla había logrado sostenerse gracias a la protección de las montañas del sur y el acceso al mar que ofrecía Acapulco, pero ante la urgencia de recursos el general Comonfort había viajado a Estados Unidos para conseguirlos, con poco éxito. No obstante, las circunstancias políticas lo favorecieron. En 1855 estalló un movimiento moderado en el Bajío, seguido de otro monarquista en San Luis Potosí que pretendía poner a Agustín de Iturbide hijo en el trono de un nuevo imperio. Esto auspició una coalición de liberales puros y moderados y el regreso de los desterrados, al tiempo que las huestes de Álvarez, que se habían extendido lentamente, avanzaban y hacían huir a Santa Anna el 17 de agosto de 1855.

Para el 16 de septiembre los liberales ocupaban la capital. El 14 de octubre, una junta de representantes estatales eligió presidente provisional a Juan Álvarez, quien formó su gabinete con liberales puros: Melchor Ocampo, Benito Juárez, Ponciano Arriaga y Guillermo Prieto, miembros de la generación que empezaba a descollar. Casi de inmediato daba inicio la reforma al promulgarse la Ley Juárez, que suprimía los fueros militar y eclesiástico, lo cual posibilitaba la igualdad civil ante la ley. La iglesia, que venía reorganizándose desde la década de 1840, comenzó el contraataque.

Juan Álvarez renunció a la presidencia el 11 de diciembre y fue relevado por el moderado Comonfort, quien de inmediato sustituyó el gabinete con moderados. No obstante, cuando Comonfort salió a combatir el movimiento poblano prorreligión y fueros, al vencerlo no dudó en imponerle un castigo ejemplar y expropió los bienes del obispado de Puebla. También promulgó dos leyes reformistas: la Ley Lerdo, que desamortizaba las fincas rústicas y urbanas propiedad de corporaciones civiles y religiosas, y la Ley Iglesias, que prohibía el cobro de obvenciones parroquiales a los pobres. Los decretos fueron repudiados por el arzobispo de México, por considerarlos un ataque a la iglesia.

Efectuadas las elecciones, el Congreso Constituyente se reunió el 14 de febrero de 1856. Aunque la mayoría era moderada, los puros dominaron los debates, que fueron ardientes. Los temas más polémicos fueron la educación y la tolerancia de cultos. Los liberales aspiraban al control de la educación para modelar a los ciudadanos del futuro pero, congruentes con sus convicciones, transigieron en la libertad de enseñanza. No se atrevieron a declarar la tolerancia religiosa ante el temor general de un movimiento popular, pero se eliminó la católica como religión de Estado y se declaró que no se prohibía “el ejercicio de culto alguno”. Algunos liberales pretendieron la adopción del modelo anglosajón del juicio por jurado como institución democrática, pero no se aprobó. También se debatió una reforma agraria, pero al final en la constitución sólo se incluyó la Ley Lerdo, que aseguraba la propiedad individual de la tierra.

La constitución promulgada el 5 de febrero de 1857 no era radical, pero introdujo en forma sistemática los “derechos del hombre”: libertad de educación y de trabajo; libertad de expresión, de petición, de asociación, de tránsito, de propiedad; igualdad ante la ley, y la garantía de no ser detenido más de tres días sin justificación. La constitución ratificaba la soberanía del pueblo constituido en “república representativa, democrática y federal formada por estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior”, con un gobierno dividido en los tres poderes, con un legislativo unicameral como poder dominante. Mantuvo el sistema indirecto de elecciones y simplificó la del presidente de la república, que sería “indirecta en primer grado y en escrutinio secreto”, es decir, elegido por los representantes designados por los ciudadanos.

Las elecciones convirtieron a Comonfort en presidente titular, pero sin recursos y sin la esperanza liberal de que la venta de bienes eclesiásticos solucionara los problemas financieros del Estado, ya que la Ley Lerdo había producido magros resultados por las facilidades de pago, los descuentos y la aceptación de pagos con bonos de deuda, carentes de valor. La ley estaba destinada para que los bienes favorecieran a los arrendatarios, pero sus escrúpulos o su pobreza aseguraron que terminaran en manos de especuladores.

Los constitucionalistas de 1857, autor desconocido, ca. 1857, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

A pesar de su moderación, la constitución dejó descontentos a los conservadores y resultó insuficiente para los puros. Esta circunstancia, que hizo flaquear a muchos políticos, favoreció la posición de Benito Juárez quien, por la firmeza de sus convicciones constitucionales, se mostró dispuesto a jugarse todo por la ley fundamental. Juárez pertenecía a una etnia monolingüe de la sierra oaxaqueña y se había educado en el seminario y en el Instituto de Ciencias de su estado. Su carrera había sido apoyada tanto por federalistas radicales como por centralistas. Su elección como diputado al congreso mexicano en 1847 le permitió entrar a la vida política nacional, aunque volvió a su estado para ocupar la gobernatura de 1847 a 1851 y nuevamente en 1856; al ser elegido presidente de la Suprema Corte de Justicia ese año, regresó a la capital en 1857.

El papa Pío IX condenó los actos del gobierno liberal e inspiró al arzobispo Antonio Pelagio de Labastida a incitar una rebelión conservadora, por lo que fue desterrado. Esto hizo que muchos liberales sostuvieran la necesidad de una dictadura liberal de transición. En ese contexto, el general Félix Zuloaga en diciembre de 1857 se pronunció para exigir un nuevo congreso constituyente. El presidente Comonfort, que tenía dudas sobre la viabilidad de gobernar con la constitución, lo apoyó y encarceló a Juárez, que rechazaba ese golpe de Estado. Como unas semanas más tarde Zuloaga desconoció a Comonfort y se declaró presidente, éste renunció y liberó a don Benito, quien constitucionalmente lo sustituyó. La existencia de dos presidentes hizo inevitable la guerra civil.

Soldados de la Reforma en una venta, Primitivo Miranda, 1858, MNI, INAH, México.

El país se dividió. Los gobiernos de Colima, Guerrero, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Querétaro, Veracruz y Zacatecas se declararon por la vía constitucional, pero la mayoría del ejército y del clero se alineó con Zuloaga quien, dueño de la capital, fue reconocido por los representantes extranjeros. Juárez, convencido de que para conquistar una paz duradera era indispensable el imperio de la legalidad, partió a Guadalajara, pero la amenaza conservadora lo obligó a trasladarse a Veracruz que, además de ser liberal, podía proporcionarle los recursos de la aduana.

Como el ejército apoyó al partido conservador, las fuerzas liberales se formaron con elementos populares procedentes de las guardias nacionales movilizadas para la defensa del territorio en 1846. Pero la improvisación tuvo sus costos y los ejércitos conservadores dominaron el centro del país, en especial una vez que el general Miguel Miramón sustituyó a Zuloaga en la presidencia. La estrategia de Miramón fue centrar sus ataques en Veracruz, al que sometió a dos sitios. El fracaso del primer intento lo llevó a proyectar un ataque simultáneo por tierra y por mar, para lo cual adquirió una nave que atacaría desde el mar, mientras él cercaba el puerto por tierra. Juárez aprovechó que Estados Unidos le había retirado el reconocimiento a los conservadores por negarse a vender territorio, para solicitar que la flota norteamericana detuviera la embarcación por piratería. Aunque el comandante no contaba con autorización, atendió la petición e hizo fracasar el sitio, aunque más tarde un tribunal norteamericano consideró que el acto había sido ilegal.

Los Mártires de Tacubaya, Primitivo Miranda (dibujo), Santiago Hernández (litografía), siglo XIX, en Manuel Payno y Vicente Riva Palacio. El libro rojo 1520-1867. México: FCE, 2013. Biblioteca Colmex, México.

Para consolidar el apoyo de los puros y de la clase empresarial, tan interesada en los bienes del clero, Juárez y su gabinete de puros optaron por consolidar la reforma y el 12 de julio de 1859 empezaron a promulgar las Leyes de Reforma: nacionalización de bienes del clero, separación de la iglesia y del Estado, supresión de órdenes religiosas (cofradías, congregaciones y hermandades), matrimonio y registro civiles, secularización de cementerios y, finalmente, libertad de cultos.

La falta de recursos condujo a que los dos bandos comprometieran al país con acuerdos extranjeros. Washington aceptó apoyar a los liberales a cambio de una nueva compra de territorio, pero ésta ni siquiera se consideró. Los liberales aceptaron firmar el Tratado McLane-Ocampo por el que, a cambio de un préstamo de dos millones de pesos a México, concedía a los norteamericanos el libre tránsito por el istmo de Tehuantepec, con privilegios comerciales y con la posibilidad de intervención militar, en caso de necesidad. Por fortuna, el Senado norteamericano no lo aprobó.

Batalla de Silao, autor desconocido, siglo XIX, MRG, INAH, Jalisco, México.

Los conservadores, a su vez, recurrieron a los europeos y con los españoles firmaron el Tratado Mon-Almonte, que reconocía una Convención de 1853 firmada por Santa Anna, en la que se aceptaban deudas dudosas. Además contrataron un oneroso préstamo con el banquero suizo Jécker y enajenaron dinero de la representación británica, lo que los desacreditó con el extranjero y aumentó las reclamaciones contra el gobierno mexicano, así como sus deudas.

El fracaso del sitio de Veracruz facilitó el triunfo liberal. Las victorias de Silao y Calpulalpan abrieron a los liberales las puertas de la capital. Juárez hizo su entrada el 11 de enero de 1861, pero la paz distaba de haberse conquistado. Despechados por la derrota, los conservadores incrementaron sus conspiraciones en Europa y recurrieron al asesinato, cobrando como víctimas a Ocampo, Leandro Valle y Santos Degollado. Por su parte, Juárez decretó la expulsión del delegado apostólico, del arzobispo, de varios obispos y de los ministros de España, Guatemala y Ecuador, que habían apoyado a los conservadores.

Las elecciones dieron el triunfo a Juárez quien, de inmediato, reorganizó la administración y la educación y decretó la adopción del sistema métrico decimal. Pero la escasez de fondos lo forzó a suspender el pago de las deudas del gobierno, tanto los intereses de los préstamos usurarios británicos como los de las reclamaciones españolas y francesas. La medida fue aprovechada por los monarquistas mexicanos residentes en Europa para interesar al emperador de Francia, Napoleón III, en el proyecto de instaurar una monarquía en México. El emperador francés soñaba con construir un imperio “latino” que sirviera de muro de contención a la expansión anglosajona, de manera que vio en la suspensión de pagos la coyuntura para intervenir y convocó a Gran Bretaña y España para discutir el asunto. En Londres, el 31 de octubre de 1861, los tres países firmaron una convención que los comprometía a bloquear los puertos mexicanos del Golfo para presionar la reanudación de pagos, sin intervenir en la política interna.

La flota española llegó a Veracruz en diciembre y, en enero, arribaron la francesa y la inglesa. Recibido el ultimátum, Juárez envió al ministro Manuel Doblado a negociar con los intervencionistas. Para evitar las fiebres tropicales, Juárez autorizó el desembarco de las tropas a condición de que se volvieran a embarcar si no se llegaba a un acuerdo. Doblado aseguró que la suspensión era temporal y que los pagos se reanudarían en cuanto fuera posible. Los británicos y españoles aceptaron, pero los franceses no sólo se negaron, sino que en lugar de embarcarse, desembarcaron más hombres, entre ellos algunos monarquistas mexicanos, como Juan N. Almonte, hijo de Morelos.

El 17 de abril los franceses iniciaron su avance. En situación tan crítica, Juárez decretó una amnistía a los militares conservadores y autorizó la formación de guerrillas. Ignacio Zaragoza se preparó para defender Puebla del mejor ejército del mundo. El conde de Lorencez, confiado en la total superioridad de sus tropas, no atendió las advertencias de Almonte y el 4 y 5 de mayo las “gavillas” de Zaragoza lo derrotaron. La humillación sólo sirvió para que Napoleón enviara 30 000 soldados más con un nuevo mando.

Un año más tarde, las tropas mexicanas se concentraron en Puebla sin el general Zaragoza, que había muerto de tifo. Después de un largo sitio, la ciudad sucumbió ante los franceses. Juárez se vio forzado a abandonar la capital, que fue ocupada en junio. Los franceses convocaron una asamblea de notables que proclamó el imperio el 19 de julio y anunció que se invitaría a Maximiliano de Habsburgo a ocupar el trono mexicano. La regencia nombrada, formada con algunos destacados generales, civiles y eclesiásticos, entre ellos el arzobispo Labastida, resultó sólo decorativa, pues las decisiones las tomaba el mariscal Achille Bazaine, de acuerdo con las instrucciones de Napoleón III. Mientras llegaba el emperador, el ejército francés fue ocupando una a una las ciudades del país gracias a su superioridad militar. No obstante, el asedio de las guerrillas liberales, así como el encono popular alimentado por la arrogancia de las tropas francesas, hizo difícil mantener a éstas, por lo que hubo que recuperar algunas poblaciones una y otra vez.

Batalla del 5 de mayo de 1862, autor desconocido, óleo sobre tela, MNI, INAH, México.

Maximiliano, hermano del emperador de Austria y casado con Carlota Amalia, hija del rey de Bélgica, recibió en el castillo de Miramar la visita de los monarquistas mexicanos. El archiduque puso como condición que fuera el pueblo mexicano el que lo llamara, condición que los monarquistas cumplieron recogiendo miles de firmas. Una vez presentadas el 10 de abril de 1864, Maximiliano aceptó el trono.

El emperador firmó dos tratados con Napoleón III, quien se aseguró de que México pagara el costo de la aventura. Francia mantendría 28 000 soldados y concedería un préstamo de 175 millones de francos, de los cuales Maximiliano sólo recibiría ocho, pues el resto se destinaría a pagar la inflada deuda francesa, los gastos de guerra y los intereses. El tratado secreto acordó que el ejército llegaría a 38 000 soldados y empezaría a reducirse a partir de 1865.

Después de visitar al papa, los nuevos emperadores se embarcaron rumbo a Veracruz adonde llegaron a fines de mayo de 1864. El liberal puerto los recibió con frialdad, lo que contrastaría con el entusiasmo con que serían recibidos por “lo mejor de la sociedad” de Orizaba, Puebla y la Ciudad de México, que se desvivió por agasajar a la real pareja.

Llegada de Maximiliano y Carlota a Veracruz, autor deconocido, 1864, colección particular.

Muchos liberales moderados colaboraron con el gobierno imperial esperanzados de que éste lograra resolver los problemas que aquejaban al país desde 1821. Maximiliano, liberal convencido, anunció que ejercería el patronato real y que no suprimiría la tolerancia de cultos y la nacionalización de bienes del clero, como le exigía el nuncio papal. Esta decisión lo privó del apoyo de muchos conservadores y sirvió como motivo de burla de los liberales. México parecía cobrar nueva vida al convertirse en asiento de la corte imperial. La capital se embelleció, se alinearon las calles y se engalanaron con fresnos y alumbrado de gas. Apareció el gran paseo del imperio, más tarde rebautizado por los liberales como de la Reforma, y se renovó el castillo de Chapultepec. El emperador se dio a la tarea de legislar. Empezó por redactar el Estatuto del Imperio, que promulgó el 10 de abril de 1865, seguido por un código civil y una ley agraria y de trabajo que devolvía sus tierras a los pueblos indios y las concedía a los que no las tenían. Esta ley aprobaba una jornada máxima de 10 horas, anulaba deudas mayores a 10 pesos, prohibía el castigo corporal y limitaba las tiendas de raya. La educación y la investigación científica también merecieron su atención, mientras la emperatriz promovía la educación femenina. Maximiliano decidió dividir el territorio en 50 departamentos y se preocupó por el desarrollo económico, de manera que firmó un contrato para la construcción del ferrocarril de México a Veracruz y autorizó el funcionamiento del Banco de Londres, México y Sudamérica, para facilitar los intercambios comerciales.

La ocupación francesa forzó a Juárez a desplazarse hacia el norte. El presidente tuvo que hacer frente no sólo a los franceses, sino también a los traidores. Durante 1864, los republicanos dominaban los estados del norte, Colima, Guerrero, Tabasco y Chiapas, pero hacia 1865 sólo retenían pequeños reductos aislados. En este contexto crítico, el general Jesús González Ortega, ministro de la Suprema Corte de Justicia, exigió desde Estados Unidos que Juárez le entregara la presidencia por haber concluido su periodo legal. Don Benito, con el convincente argumento de que el país estaba en guerra, extendió su mandato mientras el país estuviera ocupado, decisión que le costó perder el apoyo de muchos puros.

“Así como el Sr. Juárez anda por todas partes...”, autor desconocido, en el periódico Doña Clara, ca. 1865, AGN, México.

Para fines de 1865, las circunstancias empezaron a cambiar. El fin de la guerra civil en Estados Unidos permitió a los liberales contratar un préstamo de tres millones de pesos y logró que el vecino país protestara por la intervención en México. Las guerrillas republicanas, convertidas en verdaderos ejércitos, empezaron a avanzar.

Agotado el dinero del préstamo francés, el imperio se vio asediado por el eterno problema financiero y por el rumor de que Napoleón III retiraría sus tropas ante la amenaza que significaba la consolidación de la Confederación Alemana. Dominar un país tan grande era difícil y el derrumbe era previsible. Maximiliano intentó formar un ejército nacional y llamó a los generales conservadores que había enviado a Europa en misiones diplomáticas. Su hermano Francisco José accedió a enviarle 4 000 soldados austriacos, pero la protesta de Estados Unidos impidió que se embarcaran. La emperatriz ofreció viajar a Europa para exigir el cumplimiento de los tratados, pero ni Napoleón III ni el papa atendieron sus súplicas, lo que la llevó a perder la razón. La noticia convenció a Maximiliano de que sólo le quedaba abdicar, pero la oposición de sus ministros lo hizo desistir, aunque después lo abandonaron a su suerte.

Para principios de 1867, el rápido avance republicano dejó al imperio reducido a Puebla y Veracruz. El emperador se replegó a Querétaro, donde se le unieron Miguel Miramón y Tomás Mejía. Al tomar Porfirio Díaz el 2 de abril la ciudad de Puebla, Miramón propuso abandonar Querétaro, pero Maximiliano se negó a huir y decidió enfrentar el sitio. Una traición facilitó su aprehensión. Juárez y Lerdo se empeñaron en aplicarle la ley de 1862, por lo que fue juzgado por un consejo de guerra. Dos ilustres abogados lo defendieron, pero no pudieron evitar que fuera condenado a la pena máxima. De todo el mundo llegaron peticiones de clemencia para el Habsburgo, sin que Juárez cediera. Ante la muerte, el emperador mostró gran dignidad. Después de escribir a su madre y a su esposa enfrentó al pelotón que segó su vida junto con Miramón y Mejía en el cerro de las Campanas, el 19 de junio de 1867. Antes de recibir la descarga, Maximiliano hizo votos porque su sangre sellara “las desgracias de mi nueva patria”.

Derrumbado el imperio, el 16 de julio de 1867 Juárez volvió a la Ciudad de México y, esta vez, el pueblo, que valoraba su lucha por preservar la soberanía nacional, lo recibió con verdadero júbilo. El triunfo de la república anulaba finalmente la opción monarquista, aunque no daba fin a desórdenes y levantamientos, ahora generados por las ambiciones políticas de los propios liberales.

Juárez se apresuró a convocar elecciones para agosto. La desaparición del partido conservador de la contienda política enfrentó a tres liberales: Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz, el héroe militar de la guerra. Aunque el triunfo favoreció a Juárez, sus enemigos se multiplicaron, tanto por su reelección como porque promovía la reforma de la constitución, lo que parecía contradecir su empeño en haberla defendido. La experiencia política de Juárez sin duda era singular, pues había gobernado durante casi 10 años en estado de guerra, con facultades extraordinarias y prácticamente sin congreso. Ello le había permitido fortalecer al ejecutivo, pero ahora se encontraba en situación diferente, pues la Constitución de 1857 mantenía la supremacía del legislativo que, por ser unicameral, era más temible. Por eso Juárez promovía la restauración del Senado para lograr mayor equilibrio. Al elegir un gabinete de civiles constitucionalistas, Juárez despertó el malestar del grupo militar que se sentía autor de la victoria y favorecía a Porfirio Díaz. Con tantos enemigos, don Benito y sus ministros se convirtieron en el centro de sátiras y caricaturas políticas, no obstante lo cual, la total libertad prensa se mantuvo durante toda la restauración de la república.

El fusilamiento del Emperador Maximiliano, Édouard Manet, óleo sobre tela, 1868-69, KUMA, Alemania.

Arco para la entrada del presidente Benito Juárez a la Ciudad de México, autor desconocido, 15 de julio de 1867, FMH, INAH, México.

El triunfo tampoco redujo la complejidad del panorama, pues la larga lucha renovó la vieja confrontación entre las regiones y el centro, dado que ésta había fragmentado el poder debido a que los jefes militares habían gozado de amplias facultades fiscales. Para abolirlas e imponer el orden, el congreso apoyó a Juárez y por decreto las suprimió. Por otra parte, el castigo de funcionarios conservadores despertó resentimientos. Juárez trató de paliarlos para iniciar la reconciliación y en 1870 decretó una amplia amnistía que permitió el regreso del arzobispo Labastida, a quien se dispensó total respeto.

La república resentía los años de guerras y requería impulsar la economía. El comercio volvía a ser víctima del desorden, a pesar de que en la frontera norte la creación de una zona de libre comercio había animado las transacciones y creado un polo de desarrollo. Durante parte de la guerra de secesión de Estados Unidos, el algodón del vecino país se exportó por Matamoros y se vendieron harinas, alimentos y diversos artículos mexicanos a ese país. Esto permitió el crecimiento de Monterrey, Piedras Negras, Laredo y Matamoros.

Aduana de Veracruz, Edouard Pringet, litografía coloreada, siglo XIX, Fomento Cultural Banamex, México.

La república también se vio acosada por la falta de recursos. La venta de los bienes del clero no había rendido los frutos esperados, aunque su venta había contribuido a sanear las finanzas públicas al absorber gran parte de los bonos circulantes de la deuda interna. Para el pragmático Juárez, la prioridad era la reorganización general y el arreglo de la hacienda pública, indispensable a fin de obtener los fondos necesarios para fomentar el desarrollo. Sus ministros José María Iglesias y Matías Romero emprendieron el estudio general de la hacienda pública y de la deuda. Después de analizar la deuda de 450 millones y ajustarla a 84 con el repudio de la deuda del imperio, establecieron un nuevo calendario de pagos. También procedieron a hacer ahorros, entre ellos la reducción del ejército a 20 000 hombres. Para 1870, Romero había logrado resumir los avatares de la hacienda pública desde la independencia y, con una idea clara de los ingresos y los egresos, por primera vez elaboró un presupuesto gubernamental.

Como buen liberal, comprometido con el desarrollo y el progreso, Juárez deseaba favorecer todas las ramas productivas: inversiones, comunicaciones (en especial líneas telegráficas, caminos y ferrocarriles) y colonización. No sólo aprobó algunos proyectos de inversión norteamericana, sino que reconoció el contrato que el imperio había firmado para construir el ferrocarril de Veracruz a México. Su ministro Romero ambicionaba fundar un banco nacional de emisión para uniformar la moneda circulante, pero la falta de fondos lo imposibilitó, de manera que tuvo que resignarse con el funcionamiento del Banco de Londres, México y Sudamérica.

Por su experiencia personal, Juárez le dio prioridad a la educación. Desde el principio se mostró dispuesto a promoverla como medio para alcanzar el anhelado progreso, integrar a las etnias indígenas y proporcionarles un lugar digno en la nación. Así, en el mismo 1867 promulgó una ley que declaraba gratuita y obligatoria la educación elemental, y fundaba la Escuela Nacional Preparatoria.

Normalizar las relaciones de México fue otra de sus preocupaciones fundamentales, pues la guerra había provocado la ruptura con Gran Bretaña, Francia y España, pero tropezó con un contexto internacional desfavorable. La distancia y falta de comunicaciones obstaculizaba el contacto con los países iberoamericanos, además de que existían problemas fronterizos con Guatemala; por esas razones, Juárez trató de evitar que algo nublara las relaciones con Estados Unidos. A pesar de las diferencias y de no haber contado con su apoyo durante la intervención, las relaciones entre los dos países estaban en uno de sus mejores momentos. La industrialización del vecino país, después de la guerra, había transformado el expansionismo territorial en uno financiero. Pero existían dos problemas entre ambas naciones: los cruces de nómadas y bandidos en la frontera y las reclamaciones. El primero se dejó pendiente, pues tanto Juárez como Lerdo no autorizaron que los norteamericanos cruzaran la frontera en persecución de “culpables”. Juárez trató de resolver las reclamaciones y aceptó que se formara una comisión binacional para resolverlas. Ésta logró dictaminar las reclamaciones norteamericanas, pero dejó pendientes las mexicanas. En 1869 se presentó la oportunidad de ampliar las relaciones mexicanas con dos nuevos estados: el Reino de Italia y la Confederación Alemana del Norte.

Al llegar las elecciones de 1871, aunque la popularidad de don Benito había declinado, pudo reelegirse. Esta vez, Díaz no se resignó a la derrota y pronunció el Plan de La Noria el 8 de noviembre, “contra la reelección indefinida”. A pesar de sus conexiones regionales, el movimiento progresó lentamente y los generales juaristas lograron contenerlo. La habilidad política de Juárez le permitió aprovechar la división de los liberales para sostenerse durante su última estación, a pesar de adversidades personales y una frágil salud. Juárez murió en la silla presidencial el 18 de julio de 1872.

De acuerdo con la constitución, Lerdo, presidente de la Suprema Corte, asumió el ejecutivo y concedió una amnistía general que dio fin al pronunciamiento de La Noria. Enseguida convocó elecciones, en las que fue elegido por aplastante mayoría. Don Sebastián compartía los mismos principios que Juárez y su habilidad le permitió restablecer el Senado y convertir las leyes de Reforma en constitucionales. En asuntos religiosos se mostró menos flexible y expulsó a las Hermanas de la Caridad, a pesar de su labor fundamental en la atención hospitalaria. Su “anticlericalismo” lo convirtió en blanco de ataques y fomentó rebeliones populares, a las que se sumaron las surgidas entre los yaquis de Cajeme y la del temible Manuel Lozada en Tepic, fusilado a fines de 1873. Lerdo también se enfrentó al Gran Círculo de Obreros de México, con motivo de huelgas textiles y mineras, y con los intereses comerciales, al negarse a otorgar una concesión para construir un ferrocarril que uniera México con Estados Unidos, a pesar de haber inaugurado el ferrocarril de Veracruz a México en 1873.

La sucesión presidencial volvió a ser causa de discordia. Lerdo aspiraba a ser reelegido, pero esta vez Díaz no esperó a que se efectuaran las elecciones y se adelantó a pronunciarse con el Plan de Tuxtepec, en el que acusaba a Lerdo de “violaciones a la constitución”. Díaz había aprendido las lecciones de su fracaso con el movimiento de La Noria y en esta ocasión se preparó con cuidado. Aprovechó la intervención de Lerdo en las elecciones de Oaxaca para consolidar una alianza estatal en su contra. Asegurado el apoyo de su estado, Díaz se trasladó a Brownsville a fines de 1875, desde donde invitó a gobernadores y comandantes militares regionales a sumarse a la lucha. Pero como el movimiento se centró en el noreste y en Oaxaca, reformó su plan y ofreció el reconocimiento de títulos y honores militares a los que apoyaran el movimiento, con lo que multiplicó los centros de rebelión.

El general Mariano Escobedo mantuvo en jaque a los rebeldes y efectuadas las elecciones en septiembre de 1876, Lerdo fue declarado electo. En ese momento, al movimiento tuxtepecano se sumó el desconocimiento que hizo el presidente de la Suprema Corte de Justicia, José María Iglesias, del resultado de las elecciones “por fraudes” y que inició una revuelta en Salamanca. Iglesias recibió poco apoyo, pero su rebelión favoreció la causa de Díaz, quien, al frente del ejército, el 11 de noviembre derrotaba a las tropas federales en el poblado de Tecoac. Al huir Lerdo se creó una confusión, pues varios gobernadores habían reconocido a Iglesias como presidente, por lo que fue necesaria una negociación entre los dos contendientes. Díaz ofreció reconocer a Iglesias como presidente provisional si dividía el gabinete entre los partidarios de ambos y él ocupaba la Secretaría de Guerra. Al no aceptar Iglesias, Díaz optó por una medida drástica y el 23 de noviembre ocupó la Ciudad de México al frente de un ejército. Una semana más tarde asumía la presidencia.

LA LENTA TRANSFORMACIÓN DE LA VIDA NACIONAL EN REPUBLICANA

Los seis y medio millones de habitantes del territorio novohispano que se convirtió en Estado independiente en 1821 constituían un conjunto heterogéneo unido por la experiencia histórica y la religión, en el que sólo una minoría hablaba castellano. En menor o mayor grado, casi toda la población había visto trastornada su vida por once años de lucha y presenció cómo se distorsionaba el orden de 300 años y se iniciaba un largo periodo de cambios. El liberalismo español había introducido conceptos nuevos, cuyo significado se acomodaba muchas veces a los tradicionales. El desencanto con la independencia respecto a España hacía que las élites y los grupos medios vieran con optimismo las promesas del nuevo orden, que acontecimientos dolorosos se encargarían de borrar.

Vista de la Plaza Mayor de México, Octavio D'Alvimar, óleo sobre tela, siglo XIX, colección particular.

La escasa población, concentrada en el centro y en el sur, habitaba un enorme territorio que durante el imperio de Iturbide había alcanzado su mayor extensión, cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados; había sido incapaz de crecer, afectada por las periódicas epidemias y las guerras, de manera que a mediados de siglo apenas rebasaba los siete millones y para la década de 1870, los nueve millones. No obstante, la capital alcanzaba el cuarto de millón de habitantes, seguida a gran distancia por Puebla, Guanajuato, Querétaro, Zacatecas y Guadalajara. La incapacidad de poblar las áreas septentrionales, sumada a los cambios políticos y las amenazas externas, redujo el territorio: Guatemala se separó en 1823; Texas se independizó en 1836; Estados Unidos conquistó Nuevo México y la Alta California entre 1846 y 1847, y en 1853 se vendió la Mesilla, de manera que al final del periodo la república había quedado reducida a 1 972 546 km2. Los 19 estados, cuatro territorios y un distrito federal se habían convertido, para 1869, en 28 estados y un territorio.

A pesar de que hubo continuidades, la independencia y el establecimiento de la república afectaron a la sociedad corporativa desde el principio. La lucha misma permitió cierta movilidad, sobre todo de criollos y mestizos. De todas formas, la igualdad quedó como promesa al no lograr mitigarse la apabullante miseria popular, tan vergonzosa frente a la ostentosa opulencia de la minoría que detentaba la riqueza. Por otra parte, a todos afectó el cambio político. El desorden y la inseguridad de los caminos causaron pérdidas a los comerciantes e improductividad a las haciendas. El abandono produjo la inundación de muchas minas, que por falta de recursos se vendieron o se asociaron con capitales extranjeros. La burocracia perdió la seguridad de empleo con la independencia, de manera que con la esperanza de cobrar sueldos atrasados o de volver a tener empleo, sus miembros favorecieron los cambios de gobierno. Los profesionistas, a excepción de algunos médicos y abogados prósperos, pasaron a engrosar la burocracia. De todas formas, la salida de ricos peninsulares y las leyes para su expulsión permitieron que los criollos monopolizaran los niveles superiores de la población.

Los trabajadores mineros perdieron las ventajas de que habían gozado y fueron desplazados en los cargos técnicos por europeos; además, la entrada de textiles burdos afectó a los trabajadores de las viejas fábricas textiles. El resto de la población se ajustó a las limitaciones de los tiempos, mientras que léperos y pelados aprovechaban todo desorden para obtener un botín.

El clero resintió la pérdida de miembros por su participación en la lucha independentista, al tiempo que la lenta secularización de la vida hizo disminuir las vocaciones religiosas. Por otra parte, convertida en blanco favorito de los gobiernos de todas las tendencias, la iglesia vería decrecer sus rentas y capitales durante cuatro décadas, aunque el disfrute de esa riqueza lo siguieron teniendo 10 obispos y 177 canónigos, mientras que el clero regular y secular, reducido a unos 3 500 clérigos en 1825, vivía con penurias, a pesar de que sus feligreses resentían el pago de obvenciones.

El grupo verdaderamente favorecido por las guerras y los desórdenes fue el ejército. Por falta de financiamiento, los 75 000 soldados de 1821 se redujeron a 30 000, cifra insuficiente para vigilar un territorio tan grande. Como buena parte de la oficialía vivía de la política, sus ascensos derivaron de su participación en los pronunciamientos, lo que impidió que se profesionalizara y que el número de generales fuera exagerado para la escasa tropa. Padeció, como la burocracia, la constante impuntualidad en el pago de sus salarios, por lo que los oficiales buscaban contratas para el ejército, mientras la forzada tropa intentaba desertar a la menor ocasión.

Los nuevos ritos y festejos cívicos, que legitimaban el nuevo orden y que trataban de competir con las fiestas religiosas, se impusieron poco a poco. En realidad, los cambios más notables se produjeron en los puertos y en la capital con la llegada de extranjeros. El arribo de paquebotes no sólo significó la entrada de mercancías, sino también de novedades, modas e inventos, así como el aumento de facilidades para viajar a Estados Unidos y Europa. La nueva compañía de diligencias redujo la duración de los viajes internos: el de México a Veracruz pudo hacerse en siete días, a Guadalajara en 13 y a Santa Fe en un mes.

Banquete ofrecido al general Antonio León en Oaxaca, autor desconocido, óleo sobre tela, 1844, MNH, INAH, México.

Industria textil

Tomado de Guillermo Beato, “Principales aspectos de la economía, la sociedad y la política en México, 1821-1920”, en El poblamiento de México, vol. III, México, Consejo Nacional de Población, 1993.

La fe en el progreso que había inspirado el iluminismo se mantuvo, confiada en que la educación resolvería los males nacionales. La tarea de alfabetizar a la población se confió a la Compañía Lancasteriana, fundada en 1822 por algunos notables. Llegaron también maestros extranjeros a ofrecerse como tutores o a establecer escuelas particulares. En cambio, las universidades perdieron su prestigio y fueron sustituidas por academias encargadas de difundir conocimientos científicos y por los nuevos institutos de ciencias y artes promovidos por los republicanos, los cuales iban a educar a la generación que haría su entrada a la política a mediados del siglo.

Los calendarios y almanaques cumplieron con la tarea de difundir noticias históricas y científicas. La politización iniciada en 1808 y la constitución del nuevo Estado favorecieron la impresión de periódicos, folletos y hojas volantes de carácter político, favoritos de grandes grupos que, ansiosos de enterarse, los pasaban de mano en mano o escuchaban su lectura en voz alta en pulquerías, cafés y plazas públicas. Este interés político le dio relevancia también al interés por la historia, tan bien representado por Servando Teresa de Mier, Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Lucas Alamán. La literatura también se abriría paso y dejaría testimonio de los cambios sociales en las obras de José Joaquín Fernández de Lizardi, Manuel Eduardo de Gorostiza y Fernando Calderón. En cambio, las artes tardarían en recuperar brillo, a pesar de que el gobierno otorgó algunas becas para estudiar en Italia o Alemania.

Sólo después de medio siglo llegaría el verdadero cambio al consolidarse la secularización de la sociedad. La iglesia, que con la independencia había perdido el control social ejercido durante el virreinato, perdería el registro de nacimientos, casamientos y muertes y sus bienes con la Reforma. Todo ello la imposibilitó para prestar los servicios sociales que había dispensado en sus hospitales, escuelas y asilos. Vendidos sus bienes raíces, muchos conventos fueron derribados o se destinaron a objetos distintos a los originales. Al ser cedidas algunas iglesias a denominaciones protestantes, las alteraciones del orden no se dejaron de presentar. No desaparecieron las escuelas confesionales privadas, pero la educación pública se secularizó en gran medida.

Las confrontaciones políticas obligaron a los intelectuales, procedentes en su mayoría del periodismo, a comprometerse desafiando la censura o combatiendo la dictadura. El ejercicio del periodismo permitió un fino análisis de los problemas nacionales, de manera que intelectuales liberales de talla publicaron importantes obras sobre cuestiones sociales. Así, Manuel Payno, conocido autor de novelas costumbristas, investigó a fondo la deuda pública, la desamortización y la Reforma; Miguel Lerdo de Tejada lo hizo con el comercio y la economía, y Melchor Ocampo con los problemas de la iglesia y el Estado. Por eso no es de extrañar que hacia las décadas de 1860 y 1870 la prensa alcanzara gran madurez y que los gobiernos liberales respetaran la libertad de prensa a pesar de sus excesos, mismos que la convirtieron en el “cuarto poder”.

La honda ruptura provocada por las guerras propició que los restauradores de la república le dieran prioridad a la integración nacional mediante la educación y la cultura, como medio para evitar que una nueva contienda dividiera a los mexicanos. De esa manera, apenas reocupada la Ciudad de México, el ministro de Justicia se apresuró a presentar un plan de instrucción pública, el cual resultó en las leyes de 1867 y 1869, que tanta relevancia le dio a la enseñanza elemental y que fundó una institución modelo de educación media: la Escuela Nacional Preparatoria. En ella se adoptó el método positivista de Augusto Comte para combatir la educación tradicional, al sustituir las explicaciones religiosas y metafísicas por las lógicas y científicas. Con ello se esperaba aclarar las mentes de los dirigentes del futuro. Juárez y Lerdo no se limitaron a cambios legislativos, sino que triplicaron las escuelas elementales. El empeño juarista de castellanizar a los indígenas para integrarlos a la vida nacional produjo gran oposición, mientras la adopción oficial del positivismo en la educación media y superior provocó un debate intelectual que se desarrolló durante los años de la restauración y el porfiriato, ya que muchos liberales lo consideraban contrario a sus principios.

Por otra parte, la intervención francesa despertó un nacionalismo que iba a permear todas las formas culturales, el arte, la literatura y la música. Ignacio Manuel Altamirano fue su principal promotor con sus tertulias literarias y su revista Renacimiento, cuyas páginas abrió a escritores liberales y conservadores, como Manuel Payno, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, José Tomás de Cuéllar, Vicente Riva Palacio, Francisco Pimentel, José María Roa Bárcena y Anselmo de la Portilla. El ambiente favoreció la fundación de sociedades académicas, como la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, el Liceo Mexicano y la Academia Mexicana de la Lengua.

El nacionalismo hizo florecer la novela costumbrista y la histórica, que empezaron a imprimirse por entregas. El estudio de la historia mantuvo su lugar privilegiado y la necesidad de promover la consolidación nacional hizo surgir los primeros textos escolares de historia “patria”. Conservadores como Francisco de Arrangoiz, Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta, al igual que los liberales Guillermo Prieto y Vicente Riva Palacio, interpretaban el pasado “nacional”. De acuerdo con sus simpatías ideológicas se inclinaban por estudiar los acontecimientos contemporáneos o por desentrañar y reinterpretar el pasado lejano, tanto colonial como prehispánico.

Gracias a una lotería, la Academia de San Carlos se renovó durante la guerra con Estados Unidos y las artes plásticas recobraron poco a poco su importancia. Juárez rebautizó la Academia como Escuela Nacional de Bellas Artes y en ella el escultor Manuel Vilar y los pintores Pelegrín Clavé y Eugenio Landesio continuaron transmitiendo técnicas y estilos europeos. No obstante, no pudieron resistir el ardor nacionalista y terminaron por adoptarlo. De esa manera, los paisajes y temas históricos sustituyeron a los religiosos, mientras la litografía y la caricatura se convertían en instrumentos de ataque al servicio de la política. De lo que no hay duda es de que José María Velasco, con sus espléndidos paisajes mexicanos, fue la figura más destacada. Por supuesto que mientras las novedades conquistaban a los artistas capitalinos, en la provincia los artistas mantenían su frescura con bodegones y retratos como los de los costumbristas José María Estrada y Hermenegildo Bustos. La escultura se vio beneficiada por los encargos para las estatuas de los próceres que adornarían el paseo de la Reforma. La arquitectura, que había languidecido bastante durante las primeras décadas nacionales, al grado que sólo había permitido la construcción del Teatro Nacional, algunos mercados y establecimientos penitenciarios, se vería beneficiada por los conocimientos sobre el uso del fierro que traería el arquitecto Javier Cavallari.

Retrato doble de Manuel Altamirano y Luis Gonzaga Ortiz, autor desconocido, óleo sobre tela, siglo XIX, MNI, INAH, México.

La música también empezó a cobrar vuelo. La Sociedad Filarmónica, fundada en 1866, al triunfo de la república recibió el edificio de la clausurada Universidad como sede, donde impartió clases y ofreció conciertos y conferencias. Las marchas del popular Aniceto Ortega expresarían el toque nacionalista en la música.

Es posible que este nacionalismo inspirara el intento por describir todos los aspectos físicos del nuevo país, empeño que favoreció el estudio del territorio y sus recursos. El endiosamiento de la ciencia y la entrada del positivismo le dieron gran impulso a su ejercicio, con lo que las academias especializadas se multiplicaron e impulsaron la profesionalización al ser clausurada definitivamente la vieja Universidad en 1865.

La investigación científica también se benefició de la labor de médicos, naturalistas, geógrafos, químicos y geólogos, impulsada por la Comisión Científica, Literaria y Artística de México (1864-1869), al fomentar contactos y viajes científicos al Viejo Mundo. Aunque sus frutos se verían más tarde, la publicación de traducciones e informes en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística sentaron las bases para su desarrollo.

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La larga jornada iniciada a principios del siglo xix, hacia el último tercio había afectado hondamente a la sociedad. La vieja sociedad corporativa había desaparecido al secularizarse con las reformas, de manera que empezaba a ser en verdad republicana. Con el cambio de costumbres, la vida social era distinta y los mismos desórdenes, “la bola” como los llamaban popularmente, con sus levas que llevaban a ciudadanos de un lugar a otro por todo el territorio, habían ampliado su castellanización, ahora propiciada por escuelas públicas que imponían la enseñanza de “la lengua nacional”.

El fracaso de los experimentos políticos y las derrotas militares ante las amenazas extranjeras también habían dejado huella. La sociedad era ahora más desconfiada y cautelosa, aunque no había perdido su esperanza en el progreso. Triunfantes la república y el liberalismo, los mexicanos ansiaban conquistar una paz que permitiera el desarrollo material, de manera que estaban preparados para aceptar un esquema que les asegurara orden y progreso, y estaban dispuestos a pagar su costo, anhelo que Porfirio Díaz sabría aprovechar.