Imagen del capítulo 5

CAPÍTULO 5

EL PORFIRIATO

Elisa Speckman Guerra

  • • Entrada triunfal de Porfirio Díaz a la Ciudad de México.
    • Proclamación del Plan de Tuxtepec, reformas al plan en Palo Blanco.

  • • Triunfo electoral de Porfirio Díaz, se convierte en presidente constitucional.

  • • Realización de la primera comunicación por teléfono en México.

  • • Triunfo electoral de Manuel González, inicio de su periodo presidencial.

  • • Fundación del Banco Nacional Mexicano e instalación de lámparas eléctricas en algunas calles del centro de la Ciudad de México.

  • • Inicio del segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz.
    • Primer viaje del ferrocarril que unía a la Ciudad de México con la ciudad de Chicago.

  • • Expedición de la Ley para la Consolidación y Conversión de la Deuda Nacional.

  • • Reforma constitucional que permitió la reelección inmediata.
    • Matilde Montoya se convirtió en la primera mujer graduada en medicina, publicación del primer número de la revista Violetas del Anáhuac.

  • • Inicio del tercer periodo presidencial de Porfirio Díaz.
    • Muerte de Heraclio Bernal en un enfrentamiento organizado para su captura.

  • • Entrada en vigor de un tratado de amistad, comercio y navegación con Japón.

  • • Eliminación de la restricción constitucional a la reelección indefinida del presidente.

  • • Inicio de la rebelión de Tomóchic.
    • Publicación de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII.

  • • Inicio del cuarto periodo presidencial de Porfirio Díaz.
    • Realización de la Convención de la Unión Liberal.

  • • Realización del primer Censo General de Población.

  • • Inicio del quinto periodo presidencial de Porfirio Díaz.
    • Abolición de las alcabalas.
    • Creación de la Dirección General de Instrucción Primaria.
    • Publicación del primer número del periódico El Imparcial.

  • • Inicio del sexto periodo presidencial de Porfirio Díaz.
    • Inauguración de las obras de desagüe del valle de México.
    • Inauguración de la Fundidora de Fierro y Acero en Monterrey.
    • Inauguración de la penitenciaría de Lecumberri en la Ciudad de México.

  • • Celebración del Congreso Liberal en San Luis Potosí.
    • Promulgación de una ley para la explotación de petróleo.

  • • Ampliación del periodo presidencial a seis años y creación de la vicepresidencia.
    • Inicio del séptimo periodo presidencial de Porfirio Díaz, elección de Ramón Corral como vicepresidente.

  • • Inauguración del Hospital General y el Instituto Bacteriológico Nacional en la Ciudad de México.

  • • Publicación del Programa del Partido Liberal.
    • Estallido de la huelga de la mina de Cananea.

  • • Entrevista a Porfirio Díaz por parte de James Creelman.
    • Publicación del libro La sucesión presidencial de Francisco I. Madero.

  • • Fundación del Ateneo de la Juventud.

  • • Reelección de Porfirio Díaz y Ramón Corral como presidente y vicepresidente.
    • Celebración del centenario de la Independencia.
    • Fundación de la Universidad Nacional de México.

  • • Firma de los Tratados de Ciudad Juárez, renuncia de Porfirio Díaz.

Porfirio Díaz gobernó el país durante 30 de los 34 años que corren entre 1877 y 1911; de ahí que esta etapa se conozca con el nombre de porfiriato. El periodo se delimita, entonces, a partir de dos sucesos políticos: comienza en 1877, cuando, meses después de derrotar a los lerdistas e iglesistas, Díaz inicia su primer mandato presidencial, y concluye en 1911, meses después de haber estallado la Revolución, cuando Díaz abandona el poder y sale rumbo al exilio.

Héroe de la lucha contra conservadores e imperialistas, Porfirio Díaz nació en Oaxaca en 1830, por lo que era más joven que Benito Juárez y que Sebastián Lerdo de Tejada. Además, a diferencia de ellos, optó por la carrera de las armas y llegó a obtener el grado de general. En tres ocasiones participó en la contienda por la presidencia, pero fue derrotado por Juárez y por Lerdo. Dos veces desconoció el resultado de las elecciones y se levantó en armas: la primera en 1871, con el Plan de la Noria, y la segunda en 1876, con el Plan de Tuxtepec. En ambas enarboló una bandera antiautoritarista y anticentralista, pues rechazaba el excesivo poder del presidente de la república frente a los poderes legislativo y judicial y frente a los gobiernos estatales. Además de oponerse a la reelección, pugnó por reducir las facultades del ejecutivo a los límites contemplados por la constitución y, en contraparte, por fortalecer los gobiernos de los estados o de los pueblos y, en este caso, por respetar su derecho para elegir a sus autoridades municipales y decidir sobre sus asuntos internos.


Como defensor y representante de intereses y grupos regionales contó con el apoyo de caciques o líderes locales; también con el de militares que habían sido desplazados por Juárez o Lerdo. Asimismo, obtuvo el favor de pueblos o colectividades campesinas que defendían su autonomía política, algunos a cambio, aceptaban la desamortización o la división de sus tierras entre sus miembros, siempre y cuando se efectuara según sus costumbres y necesidades; por último, se granjeó la simpatía de grupos urbanos, que lo consideraban el único hombre capaz de preservar la unidad y la soberanía y de terminar con el estado de guerra que había azotado al país por más de cincuenta años.

En noviembre de 1876 entró triunfante a la Ciudad de México y, tras la victoria electoral, ocupó la presidencia en 1877. En su primer periodo respetó la bandera antirreeleccionista: en 1878 promovió una reforma constitucional que prohibía la reelección inmediata y en 1880 entregó el poder a su compadre, Manuel González. Con ello aumentó su caudal político, que incrementó durante el gobierno gonzalista, pues estableció nuevos lazos y alianzas. De ahí que, otra vez como candidato único, ganara las elecciones para un segundo mandato (1884-1888). Sin embargo, en esta ocasión no planeaba abandonar la silla presidencial: en 1887 una nueva reforma constitucional permitió una reelección inmediata, es decir, que el presidente se reeligiera por una ocasión; ello le valió para el cuatrienio de 1888 a 1892. En 1890 se eliminó de la constitución toda restricción a la reelección y en 1904 el periodo presidencial se amplió a seis años, con lo que, sin mayor oposición, don Porfirio proclamó su triunfo electoral para los periodos 1892-1896, 1896-1900, 1900-1904 y 1904-1910.


A lo largo de esos años se produjeron muchos cambios, tantos que no resulta posible hablar llanamente de porfiriato; hay que referirse, al menos, a dos porfiriatos, más los años de crisis.

LA POLÍTICA PORFIRISTA

La primera etapa

El primer porfiriato comienza en 1877 y concluye en el inicio del tercer periodo presidencial de Porfirio Díaz (1888) o cuando se eliminó toda restricción legal a la reelección indefinida (1890). Se trata de una etapa de construcción, pacificación, unificación, conciliación y negociación, pero también de represión.

Al asumir el poder, don Porfirio tuvo que enfrentar diversos retos. Para empezar, faltaba mucho para consolidar el Estado y la nación. La Constitución promulgada en 1857, así como en general el proyecto liberal de Estado y de sociedad, no habían sido cabalmente aplicados. Como se dijo en el capitulo anterior, la carta magna contemplaba una sociedad de individuos iguales ante la ley y obligaba a los gobernantes a garantizar sus derechos. Asimismo, para evitar la concentración del poder, lo dividía en ejecutivo (responsable de ejecutar las leyes), legislativo (de elaborarlas) y judicial (de vigilar su aplicación), y encargaba al pueblo la elección de sus miembros (presidente y gobernadores, legisladores, ministros de la Suprema Corte y magistrados de los tribunales superiores de justicia, así como algunos jueces). Por último, contemplaba la separación entre el Estado y las iglesias y, para garantizar la libertad de cultos, ponía en manos del gobierno actividades como la educación o la beneficencia.

Sin embargo, la aplicación de la constitución se había visto obstaculizada por la guerra entre los defensores del documento y sus detractores. Estas trabas no se eliminaron con la victoria republicana de 1867, pues subsistían diferentes proyectos de nación. Además, éste no era el único obstáculo. Existía un problema de gobernabilidad; por ejemplo, en la constitución el equilibrio de fuerzas no favorecía al ejecutivo, con lo cual era difícil que el presidente controlara la oposición de las corporaciones o que sometiera a los poderes regionales; por ello, Juárez y Lerdo concentraron un poder mayor que el contemplado por la ley. Además, para algunos la carta magna distaba mucho de la realidad del momento. Éste fue un argumento recurrente durante el porfiriato. Diversos intelectuales sostuvieron, entre otras cosas, que la constitución partía de una sociedad integrada por individuos y les otorgaba iguales derechos, mientras que la sociedad mexicana era heterogénea y sus miembros se seguían sintiendo parte de alguno de los cuerpos y actuando por medio de ellos; por tanto, creían que su aplicación debía postergarse. En suma, faltaba mucho para la consolidación no sólo de las instituciones y de las prácticas contempladas por la constitución, sino también de un sistema político que mostrara su eficiencia. Además, si bien Juárez, Lerdo y Díaz habían gozado de gran popularidad en ciertas regiones, era necesario preservar la legitimidad y el consenso, y extenderlo a toda la nación; sobre todo, se requería cohesionar las fuerzas políticas y regionales, terminando con los riesgos de levantamiento o de fragmentación territorial.

Por otro lado, tampoco existía plena coherencia o identidad nacional. Algunas poblaciones permanecían aisladas y no se sentían parte de una unidad que los rebasaba y cuyos gobernantes, que tenían una cultura diferente, eran ajenos a sus problemas. Para colmo, las fronteras eran permeables y subsistía la amenaza de intervenciones extranjeras.

Los retos de Porfirio Díaz eran, entonces, unificar y cohesionar las fuerzas políticas y regionales, otorgar legitimidad y legalidad al régimen, respetando o aparentando respetar la constitución, y lograr el reconocimiento internacional.

Para lo primero adoptó una política similar a la que habían observado Juárez y Lerdo, y no siempre cumplió con su compromiso hacia los grupos regionales y las colectividades campesinas. Fundamentalmente tomó dos caminos. En primer lugar, el de la conciliación o la negociación. Conservó la lealtad de los grupos que lo apoyaron y atrajo a los viejos opositores. Así, incorporó al ejército a los soldados que habían defendido el Plan de Tuxtepec, pero también a los que habían sido desplazados por Juárez o por Lerdo, e incluso a los lerdistas e iglesistas. Se casó con Carmen, hija del ex lerdista Manuel Romero Rubio, y al hacerlo selló su compromiso con dicha facción. Incluyó en sus gabinetes a liberales de trayectoria militar, excluidos durante la República Restaurada, pero también a liberales de trayectoria política o intelectual, sin importar su filiación. Por ejemplo, para 1884 sólo un ministro de Estado puede ser calificado como porfirista; en cambio, había dos juaristas, dos lerdistas y un imperialista. Así, además de unificar las facciones liberales, Díaz atrajo a algunos imperialistas y, sobre todo, a la iglesia católica.

Para ese entonces la institución eclesiástica estaba muy debilitada. Se le prohibía tener bienes y se habían limitado sus ingresos, por lo que dependía económicamente del Estado. Además, había perdido parte de sus miembros, pues sólo se permitía la existencia del clero secular. Y también había perdido espacios de participación social, pues se prohibía que el culto se celebrara fuera de los templos y que los religiosos atendieran centros educativos, de beneficencia y hospitalarios. Esta situación cambió bajo el gobierno porfirista. Díaz no derogó las leyes antieclesiásticas, pero tampoco las aplicó todas. Admitió que la iglesia recuperara propiedades, que se reinstalara el clero regular (frailes y monjas) y que se fundaran congregaciones de vida activa, consagradas a la educación y a la atención de enfermos y menesterosos. Asimismo, las esposas de los funcionarios, entre ellas Carmen Romero Rubio, asistían a actos religiosos, y las festividades se celebraban públicamente y en ocasiones con gran pompa, como la coronación de la virgen de Guadalupe en 1895. A cambio, la jerarquía eclesiástica actuó en favor del caudillo, desconoció los levantamientos populares hechos en nombre de la religión y participó en la pacificación de yaquis y mayos. Por otro lado, al reintegrarse a la labor benéfica y educativa, cubrió espacios que el gobierno difícilmente podía llenar con recursos propios.

La relación de Díaz con las colectividades campesinas, así como con caciques o líderes regionales, fue más compleja y variable. En algunas regiones el presidente observó su acuerdo con los pueblos, respetó su autonomía política y frenó la desamortización. En otras localidades no detuvo la fragmentación de las propiedades corporativas ni tampoco la colonización, que pretendía incorporar a la producción y al mercado parcelas no cultivadas, otorgando una tercera parte a las compañías deslindadoras que las denunciaban. El problema es que estas compañías también señalaron terrenos que sí eran trabajados, pero cuyos dueños carecían de título de propiedad, entre ellos pueblos, que así perdieron sus tierras.

También variable era el vínculo de don Porfirio con gobernadores y caudillos. En forma general, el presidente buscó colocar a la cabeza de los estados hombres que le fueran leales y que contaran con el consenso de los otros grupos de la zona. Si sus partidarios —muchas veces caciques— cumplían con ambas condiciones, los separaba del poder militar pero los ayudaba a ocupar la gubernatura o a mantenerse en ella; si no cumplían con los requisitos, los alejaba de la esfera política, pero les brindaba medios para enriquecerse. Así se ganó a los líderes locales o los debilitó, y logró que las gubernaturas fueran ocupadas por hombres que le eran fieles, a quienes dejaba cierta libertad, pues no intervenía en su gestión si garantizaban la paz de la región.

Porfirio Díaz también concilió con el extranjero y alcanzó la tercera de sus metas: obtener el reconocimiento internacional. Logró restablecer las relaciones diplomáticas con Francia, Inglaterra, Alemania y Bélgica, que se habían roto tras la moratoria decretada por Juárez. Asimismo, se granjeó el favor de Estados Unidos. Las relaciones con el vecino del norte implicaban problemas de diversa índole: la deuda exterior mexicana; el paso de tribus indígenas y ladrones de ganado a territorio mexicano y el de las tropas que los perseguían; la existencia de una zona libre de impuestos que México había abierto en su frontera con el fin de atraer problema es que estas compañías tambiécolonos y el contrabando que ello generaba, y la migración de trabajadores mexicanos a territorio norteamericano. A pesar de ello y gracias, entre otras cosas, al pago de la deuda y de compensaciones, y a las facilidades brindadas a los inversionistas, en 1878 Estados Unidos reconoció al gobierno de Díaz. Sin embargo, el presidente de México defendió con firmeza la soberanía nacional.

Ahora bien, cuando no pudo recurrir a la conciliación o la negociación, Porfirio Díaz optó por un segundo camino: la fuerza y la represión. Para ello utilizó al ejército, a la policía y a la policía rural. Por ejemplo, en 1879 el gobernador de Veracruz ordenó fusilar a nueve rebeldes lerdistas, quizá porque exageró la orden del presidente, quien le pidió que castigara a los cabecillas de la sublevación que a la vez fueran oficiales de la armada, aunque hay quienes dicen que existió otro telegrama con una somera instrucción: “Mátelos en caliente”. También fueron ahogadas en sangre las rebeliones agrarias de Sonora y Yucatán, que se tratarán más adelante. Además, asaltantes de caminos y bandoleros, entre ellos Jesús Amaga (“Chucho el Roto”) y Heraclio Bernal (“El Rayo de Sinaloa”), fueron capturados o asesinados aplicándoles la “ley fuga”.

Pasemos ahora al problema de la legalidad del régimen, es decir, su distancia o cercanía respecto a las normas constitucionales. Al igual que intervenía en el nombramiento de gobernadores, don Porfirio negociaba las elecciones de diputados, senadores y magistrados federales. Estas elecciones eran indirectas; esto significa que los varones nacidos en México (pues las mujeres no podían votar), hijos de mexicanos o extranjeros naturalizados, mayores de 18 años si eran casados y de 21 si no lo eran, y con un “modo honesto de vivir”, votaban para elegir a los electores, quienes a su vez votaban para elegir a los representantes. Sin embargo, las votaciones federales solían ser una farsa: el día de la elección las urnas estaban desiertas y las papeletas no eran llenadas por los votantes. A pesar de ello nunca dejaron de practicarse; cada vez se publicaban listas de candidatos, se montaban casillas, se imprimían y se contaban los votos. Se trataba de rituales que pretendían mostrar la eficacia del sistema político y legitimaban el régimen. Y lo mismo sucedía en algunas elecciones estatales, que en ciertos casos también eran indirectas. Así, si en el plano electoral las leyes no siempre se cumplían, existía un interés por brindar una apariencia de legalidad o de respetar, al menos, las formas. Y lo mismo sucedía en otros campos. Otro caso es el de las leyes de carácter anticlerical ya que no siempre se aplicaron. Con todo, a pesar de la insistencia de la jerarquía eclesiástica, no se derogaron y constituían para la iglesia católica una amenaza constante. Por ejemplo, se permitió la reinstalación del clero regular, pero de cuando en cuando las autoridades clausuraban algún convento “clandestino”.

Casillas electorales en una zona rural

Casillas electorales en una zona rural, Casasola, ca. 1910, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

En suma, el régimen osciló entre la legalidad y la apariencia de legalidad. Por otra parte, además de los cambios legislativos y del uso de la fuerza, en esta primera etapa, gracias a la negociación y a la conciliación, Porfirio Díaz obtuvo el reconocimiento internacional y avanzó en la cohesión nacional, al vincularse con individuos de diversos partidos, regiones y sectores sociales. Dado que en la forma predominante de hacer política los individuos representaban a colectividades (su familia, su pueblo, su hacienda, sus compañeros de oficio), al atraer personas el presidente atrajo grupos. Aprovechó los vínculos de sus partidarios y logró colocarse en la cúspide de una pirámide de lealtades. Por tanto, en lugar de que los grupos de influencia pudieran convertirse en núcleos de desintegración, unió las cadenas de fidelidades para fincar su edificio político.

La segunda etapa

La segunda etapa, que comienza entre 1888 y 1890 y concluye hacia 1908, se caracteriza por un acentuado centralismo y por un gobierno cada vez más personalista y autoritario por parte de Porfirio Díaz y de los gobernadores de los estados.

El cambio de rumbo estuvo acompañado por un relevo en el personal político, pues murieron muchos de los hombres que acompañaron a Díaz en su ascenso al poder y los primeros años de su gobierno. Pero el relevo también respondió a un nuevo juego de fuerzas. Tres figuras —Joaquín Baranda, José Yves Limantour y Bernardo Reyes— desempeñaron un papel importante en la pugna y fractura de la élite porfirista, y representaron a diversos grupos y regiones, formas de hacer política e ideas de nación.

Baranda, que fue el primero en integrarse al gabinete, fungió como ministro de Justicia desde 1882; antes había sido gobernador de Campeche y tenía fuertes vínculos en esta región; también los tenía, por medio de sus hermanos, en Tabasco y Yucatán, y, gracias a Teodoro Dehesa, en Veracruz. Representaba a los liberales de la etapa de la Reforma, de trayectoria civil y civilista, que querían un aparato político limitado.

El segundo en incorporarse al gabinete —pero el último en integrarse al escenario político— fue Limantour, ministro de Hacienda entre 1893 y 1911. Era miembro del grupo de los “científicos”, conformado por figuras como Justo Sierra, Miguel y Pablo Macedo, Rosendo Pineda, Joaquín Casasús o Francisco Bulnes. Se trataba de profesionistas destacados, algunos pertenecientes a familias acaudaladas y otros vinculados a ellas, reunidos originalmente en torno a Manuel Romero Rubio, y fundadores de la Unión Liberal, asociación que defendía un gobierno de instituciones y que pugnaba por fortalecer las existentes, para lo cual propuso reformas como la creación de la vicepresidencia. Por otro lado, de acuerdo con la filosofía positivista, los “científícos” consideraban que el método científico debía aplicarse al estudio de la sociedad y a la resolución de sus problemas; en otras palabras, pensaban que el estudio sistemático de la sociedad les permitiría comprender las leyes que regían su funcionamiento y conducirlas, con lo cual podrían eliminar las trabas que obstaculizaban el progreso social. La insistencia en la adopción de una “política científica” emanada de este método y a cargo de un grupo capacitado para idearla y aplicarla, les valió el sobrenombre de “científicos”. Además, creían que el país necesitaba un gobierno fuerte, capaz de fomentar la economía y reformar la sociedad; de ahí su interés por impulsar programas de salud o de educación. En cuanto a sus vínculos, representaban a grupos de capitalinos económicamente poderosos, pero estaban más desligados del interior del país y de los sectores medios o populares.

Bernardo Reyes fue el tercero en ingresar al gabinete, aunque para ese momento contaba con una larga experiencia política: en 1876 ya era coronel y en 1889 gobernador de Nuevo León, además de que desde los inicios del porfiriato tuvo una fuerte presencia en el noroeste del país. Fue ministro de Guerra entre 1900 y 1902 y representaba a los porfiristas clásicos: militares surgidos de las clases medias o bajas de la provincia, en estrecho contacto con los estados. Además de contar con el respaldo del ejército, gozaba de la simpatía de los grupos que apoyó durante su gestión como gobernador de Nuevo León: empresarios, pequeña burguesía y clases medias, e incluso de los trabajadores organizados, pues promovió una política de protección al obrero.

Durante algunos años Díaz logró mediar entre los grupos, pero la ruptura fue inevitable cuando tuvo que elegir a un sucesor. Ello ocurrió en 1898. Se decidió por Limantour y creyó que Reyes y Baranda lo aceptarían. Sin embargo, el ministro de Justicia se opuso y tuvo que renunciar al gabinete, con lo que su grupo perdió presencia, una presencia de por sí débil y mucho menor que la de las otras dos facciones.

Dos años más tarde, el presidente seguía intentando gobernar con “científicos” y reyistas, manteniendo el equilibrio entre ambos, pero a la vez aprovechando la debilidad originada por el constante enfrentamiento. Es decir, deseaba explotar lo que cada uno le daba: los “científicos” su habilidad para fomentar la economía y sus relaciones con empresarios, banqueros e inversionistas de la capital; y los reyistas su presencia en el noroeste, su influencia en la milicia y su capacidad para responder a las expectativas de los empresarios, pero también de grupos medios y obreros. Al mismo tiempo capitalizaba la división entre ambas facciones —pues el constante enfrentamiento impedía que se fortalecieran—, y esto lo demandaba como mediador. De ahí que nombrara a Reyes ministro de Guerra, mientras que Limantour lo era de Hacienda.

Una vez tomada la decisión a favor de un grupo, las pugnas se agudizaron. En 1902 Limantour negó recursos para la renovación y modernización del ejército, además de criticar la Segunda Reserva, cuerpo creado por Reyes e integrado por un número creciente de civiles, que recibían instrucción militar los fines de semana. Temeroso de la fuerza que el ejército profesional y la milicia cívica podrían otorgarle al ministro de Guerra, don Porfirio le pidió que regresara al gobierno de Nuevo León, hizo cambios en el ejército y desmovilizó a la guardia civil.

Ya para 1903 o 1904 el dominio de los “científicos” era patente. Los hombres que habían acompañado a Díaz en su ascenso al poder, liberales de trayectoria intelectual y militar, habían sido desplazados del gabinete. Por otro lado, los “científicos” impusieron a su candidato a la vicepresidencia en las elecciones de 1904. Era la primera vez que se elegía a un vicepresidente, que sucedería al presidente en caso de ausencia o de muerte, lo cual, considerando que Díaz tenía 73 años, resultaba probable. Así, al elegir a un vicepresidente se estaba eligiendo al sucesor del caudillo. Para ocupar el cargo Limantour propuso a Ramón Corral, y Díaz lo impuso.

La élite se había fraccionado y el presidente no pudo cohesionarla ni conciliar. Al inclinarse por los “científicos”, desplazar a los viejos liberales y enemistarse con algunos sectores del ejército, perdió contactos con regiones y grupos, que se quedaron al margen del juego político. A un lado se habían quedado también diversos sectores en ascenso, que no encontraban acomodo en un sistema político paralizado, pues casi todo estaba acordado, negociado y repartido. Asimismo, el pacto con los gobernadores o poderes regionales obligó al presidente a desconocer su compromiso con los pueblos y en general con los campesinos, y el pacto con los inversionistas y empresarios lo llevó a desconocer las demandas obreras. Todo ello explica que tuviera que recurrir, de forma creciente, a la imposición, el autoritarismo y la represión.

Por otra parte, en esta segunda etapa resulta más obvia, aunque no nueva, la violación a la autonomía de los poderes legislativo y judicial. Como ya se dijo, el presidente negociaba la designación de legisladores y magistrados, quienes eran reelegidos una y otra vez; sólo abandonaban el cargo si se enemistaban con su elector o si éste les ofrecía un mejor puesto. De ahí que le debieran lealtad y carecieran de autonomía. Por ello, el Congreso tendía a aprobar las iniciativas del ejecutivo. Por su parte, la Suprema Corte resolvió numerosos juicios de amparo derivados de violaciones de garantías individuales por parte de jueces o autoridades administrativas. Sin embargo, no siempre mostró autonomía cuando los conflictos amenazaban intereses importantes del régimen, además, se mantuvo alejada de los conflictos políticos estatales y limitó su actuación cuando se trataba del control de la constitucionalidad de normas generales.

También perdieron independencia los gobernadores estatales. Si bien conservaron ciertos espacios de acción (por ejemplo, en la elección de diputados podían elegir entre los candidatos seleccionados por Díaz o nombrar a los suplentes, quienes muchas veces eran los que asistían a las sesiones), y no siempre aceptaban las decisiones del poder federal (por ejemplo, defendieron su derecho a legislar en materia educativa y aceptaron la uniformidad de los planes de estudio pero les dieron un matiz regionalista), era clara una creciente intervención del centro en la política y en la economía de las regiones.

Además la centralización se reprodujo en los estados, es decir, los mandatarios estatales gobernaron de forma igualmente personalista y autoritaria. Importantes eran los jefes políticos, que eran autoridades situadas entre los gobernadores y los presidentes municipales, dependían del presidente de la república o del gobernador, e intervenían en los consejos municipales. De ahí que en esta etapa se redujera aún más la autonomía de los pueblos y que sólo en algunas regiones los municipios conservaran algo de libertad.

De forma paralela, se recrudeció el control y la represión de los opositores al régimen. Surgió una oposición política, partidaria, que se remonta a los orígenes del Partido Liberal Mexicano. La oposición también se manifestaba en la prensa. Existían periódicos oficialistas, como El Imparcial, que concentró el subsidio gubernamental, se centró en la noticia y dejó de lado los editoriales de opinión. Gracias a una moderna maquinaria, al bajo costo de los ejemplares, al sensacionalismo y al empleo de imágenes, logró multiplicar sus lectores y superar, por mucho, el tiraje de los antiguos diarios. Pero también hubo periódicos no oficialistas —liberales, católicos u obreros—, algunos de los cuales se modernizaron siguiendo la ruta de El Imparcial, pero otros seguían imprimiendo pocos ejemplares y con maquinaria vieja. Todos sin embargo tenían algo en común: publicaban notas criticando la política de Díaz y, en consecuencia, fueron objeto de represión, con frecuencia sus directores, redactores e incluso impresores eran encarcelados. No hay mejor ejemplo que Filomeno Mata, director de El Diario del Hogar, quien estuvo preso tantas veces que, según se cuenta, cuando le pedían su domicilio daba tanto el de su casa como el de la cárcel de Belén, pues nunca sabía en cuál de los dos estaría.


Imágn 7 del capitulo 1

También se recrudeció la represión de una protesta social que iba en aumento, como se verá más adelante. El descontento tomó diversos matices: manifestaciones callejeras, ataques a edificios públicos, saqueos o bandidaje, huelgas obreras o rebeliones agrarias. Y, más que en otro periodo, para reprimirlos se recurrió a la fuerza: fue ésta la etapa en que cientos de hombres, mujeres y niños yaquis fueron deportados a campos de trabajo en Oaxaca y Yucatán, y de la matanza de mineros en Cananea y obreros en Río Blanco.

Por último, Díaz reorientó sus relaciones con el exterior. Desde el principio había mostrado cautela hacia Estados Unidos y estaba consciente de la amenaza de expansión, ahora más económica que territorial. Esta cautela, expresada en su famosa frase “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, se acentuó por dos razones: la cada vez mayor influencia estadounidense en el Caribe y Centroamérica, especialmente Guatemala (con la cual México tenía viejos problemas por límites fronterizos y tránsito de población), y su creciente peso en la economía mexicana. Para evitar que adquiriera demasiada injerencia cultivó relaciones diplomáticas y económicas con Inglaterra, Francia y Japón. Y se opuso a que Estados Unidos se convirtiera en guardián de América Latina frente a la amenaza europea o en árbitro entre los países americanos, sosteniendo que dicha tarea correspondía a las propias naciones americanas.

Los últimos años

Diversos fueron los factores que propiciaron el derrumbe del régimen porfirista. De hecho, más que hablar de una crisis hay que hablar de varias crisis, que se remontan a los primeros años del siglo y que, como se verá más adelante, afectan los planos económico, social y cultural, y que influyen en lo político.

El régimen porfirista estaba envejecido: el presidente tenía 80 años; la edad promedio de los miembros del gabinete era de 67, y parecida era la de gobernadores, magistrados y legisladores. Díaz no era el único que llevaba tantos años en el poder, pues la reelección se practicaba en todos niveles. En los gobiernos estatales destacan las figuras de Francisco Cañedo en Sinaloa, Teodoro Dehesa en Veracruz, Mucio P. Martínez en Puebla y Joaquín Obregón González en Guanajuato. Como se dijo, el régimen también estaba paralizado, pues había perdido la capacidad de conciliar y de dar cabida a nuevos sectores políticos o sociales. Y, por si esto fuera poco, también estaba fraccionado. La división entre “científicos” y reyistas no sólo no desapareció con el retorno de Reyes a Nuevo León, sino que resurgió en la víspera de las elecciones de 1910.

En 1908 Díaz concedió una entrevista a un periodista norteamericano llamado James Creelman. En ella declaró que no competiría en la contienda electoral que se avecinaba y que permitiría que ésta se desarrollara en completa libertad, pues consideraba que México estaba preparado para la democracia. Ello agitó la opinión pública y promovió el debate político aunque, al parecer, para los hombres cercanos al caudillo quedó claro que se trataba de una declaración para el exterior y que, nuevamente, lo que se jugaba era la vicepresidencia. En ese momento, con un presidente cada vez mayor, la vicepresidencia prometía garantizar el camino a la sucesión.

En 1909 los “científicos”, apoyados por Díaz, propusieron de nuevo a Corral. Los reyistas se movilizaron y promovieron a Reyes, y fundaron clubes de apoyo a lo largo del país, integrados por clases medias y obreros. Sin embargo, quizá por lealtad a Díaz o por su renuencia a dirigir o promover siquiera un movimiento armado que terminara con la paz, Reyes desalentó a sus seguidores y aceptó una comisión que le encargó el presidente en Europa.

Entonces las oposiciones se radicalizaron. Así sucedió con el reyismo (pues los seguidores de Reyes continuaron con el movimiento cuando éste partió al extranjero), la oposición liberal o el maderismo. Estos grupos eran muy diferentes. Variaban tanto el origen de los dirigentes y de sus fuerzas de apoyo como su programa, pero para ese momento compartían varias demandas: apego a la constitución y a la legalidad, respeto al voto y no reelección, y, en diferentes grados, protección legal de campesinos y obreros.

Pese a este ambiente, las elecciones se celebraron según la tradición y se proclamó el triunfo de Díaz y de Corral. Menos de seis meses después estalló la revolución y, menos de un año después, en mayo de 1911, don Porfirio se veía obligado a abandonar no sólo la presidencia sino el país, embarcándose hacia Francia. Con ello terminaba el porfiriato pues, como se explicó, el inicio y el final dependen de la historia política y, concretamente, del ascenso y la caída de Porfirio Díaz.

Salida de Porfirio Díaz

Salida de Porfirio Díaz, autor desconocido, caricatura, La Lucha, La Habana, Cuba, 4 de junio de 1911, en Espinosa Blas, Margarita, “La proyección de México en Cuba: la estela del artilugio 1886-1910”, Tzintzun (UAQ), no. 54 (jul.-dic. 2011): 13-52.

Esta etapa resultó de suma importancia para la consolidación del Estado-nación, a pesar de que Porfirio Díaz no respondió de manera cabal a su programa ni cumplió con todos sus retos. Los dos lemas del régimen fueron “orden y progreso” y “poca política, mucha administración”. Ciertamente se alcanzó un cierto orden—no completo ni ajeno a alzamientos o rebeliones— pero para ello no se requirió poca política. Si bien don Porfirio recurrió a la fuerza, logró obtener y mantener el poder gracias a sus lazos personales y clientelistas, a su capacidad de negociación, y a su habilidad para conciliar y hacer que los actores políticos dependieran de su intervención. Así, avanzó mucho en la incorporación de fuerzas políticas y regionales. Por otra parte, no se apegó a la legalidad ni respetó las leyes electorales, no aplicó todas las leyes antieclesiásticas, violó garantías individuales (como la libertad de expresión) o no las garantizó (permitió la existencia del peonaje por deudas, que atentaba contra la libertad de trabajo e incluso contra la libertad por nacimiento, ya que las deudas se heredaban); pero a la vez avanzó en la aplicación de otras áreas del proyecto liberal e incluso de la constitución. Por ejemplo, hizo valer aspectos importantes de las Leyes de Reforma y del proyecto de secularización (como el respeto a la libertad de religión), continuó con el establecimiento del derecho y la justicia modernas (concluyó el proceso de codificación y reguló el amparo frente a sentencias judiciales) y dio pasos decisivos para el proyecto económico defendido por los liberales. Por último, ganó en la unificación del país, en la creación de una identidad nacional y en la defensa de la soberanía.

De ahí que podamos afirmar que en esta etapa se originaron o se afianzaron muchas de las instituciones políticas del siglo xx. Y lo mismo ocurrió en los ámbitos de la economía, la sociedad y la cultura.

El Gral. Díaz se despide del pueblo de Veracruz desde el vapor Ypiranga

El Gral. Díaz se despide del pueblo de Veracruz desde el vapor Ypiranga, Alba, 31 de mayo de 1911, Biblioteca DeGolyer, Dallas, Estados Unidos.

LAS FINANZAS PÚBLICAS Y EL DESARROLLO ECONÓMICO

Porfirio Díaz heredó una hacienda pública en quiebra. Las deudas con el extranjero y con prestamistas nacionales eran considerables; los ingresos aduanales se entregaban a los acreedores de la nación; algunos impuestos pertenecían a los estados y no beneficiaban a la federación, y los contribuyentes se oponían a la creación de nuevas cargas fiscales. Para el arreglo de las finanzas los ministros de Hacienda (entre los cuales destacan Matías Romero, Manuel Dublán y José Yves Limantour) recurrieron a diversas vías. Redujeron los gastos públicos y administraron los recursos de forma cuidadosa. Ejercieron un mayor control de los ingresos. Crearon nuevos impuestos que, a diferencia de la etapa anterior, no gravaban u obstaculizaban el comercio. Por último, gracias a un nuevo préstamo, reestructuraron la deuda interna y externa, lo cual a su vez les permitió ganar la confianza del exterior y de los inversionistas y obtener otros empréstitos e inversiones. Es decir, una parte de la deuda se pagó con el dinero obtenido del extranjero, y para la otra parte se llegó a un acuerdo con los acreedores con el fin de diferir los pagos y establecer una tasa de interés fija. Con ello pudo calcularse el monto del débito y convertirlo en deuda de largo plazo. Gracias a todo esto, con los años los gastos no superaron a los ingresos e incluso, a partir de 1894, se registró un superávit.

Por otro lado, la transformación en los sistemas productivos fue sorprendente. En respuesta a un contexto internacional favorable, tanto Díaz como González buscaron que el país se ligara a la economía internacional como exportador de productos agrícolas o minerales, pero también fomentaron el desarrollo de la industria y del comercio interior. Al comenzar el porfiriato el mercado nacional estaba restringido y subsistían unidades económicas, en ocasiones regionales y en otras locales, que producían casi todo lo que consumían y, por tanto, compraban o vendían muy poco. Era necesario multiplicar la producción y estimular los vínculos comerciales a lo largo del país y más allá de sus fronteras. Para ello se necesitaba una infraestructura legal, inversiones o instituciones crediticias, circulante, medios de transporte y comunicaciones.

Empezaremos por las leyes. En esta etapa se expidió un código comercial que permitió contar con una reglamentación clara, coherente y reunida en un solo cuerpo. Además se eliminaron las alcabalas, que eran impuestos al tránsito de mercancías, que encarecían los productos y obstaculizaban el intercambio a distancia. A ello se unió una política de subsidio a la industria o a la construcción de obras públicas y de transporte, así como, en ciertos años y para algunos sectores industriales, una política proteccionista que gravaba los productos extranjeros que competían con los mexicanos.

Coche de colleras, Claudio Linati, grabado, en Justino Fernández, Trajes civiles, militares y religiosos de México (1828). México: Imprenta Universitaria, 1956. Biblioteca Colmex, México.

Mayor reto implicaba la obtención de recursos gubernamentales o privados. En los primeros años el Estado no tenía dinero. Sólo hasta la segunda etapa del porfiriato, una vez logrado el superávit, pudo invertir en obras públicas y en comunicaciones. Por otro lado existieron fortunas de origen nacional, que se formaron e invirtieron en distintas regiones, pero fueron escasas. Por ello, en la primera etapa fue imperativo recurrir al exterior. El gobierno federal y los estatales ofrecieron Crecimiento y diversifigenerosas concesiones y una legislación que garantizaba un amplio margen de utilidades. Gracias a ello atrajeron un considerable monto de inversiones.

Muchos de estos recursos se emplearon en puertos y, sobre todo, en ferrocarriles. Cuando Díaz llegó al poder únicamente existía la línea que comunicaba a México con Veracruz y que medía 640 kilómetros. El resto de los trayectos se recorrían en caballo o mula, con lo cual los viajes resultaban lentos, sólo podían hacerse en algunas temporadas del año y sufrían el ataque de bandoleros. Durante el porfiriato las vías aumentaron a un ritmo de 12% al año: en 1885 existían 5 852 kilómetros y para 1910, 19 280 kilómetros. Con el fin de atraer la inversión, el gobierno federal otorgaba dinero por kilómetro construido, además de que, con frecuencia, los gobiernos estatales ofrecían exención de impuestos y tierras. Las líneas se construyeron fundamentalmente con capital estadounidense (42%), pero para contrarrestar su influencia y garantizar la competencia el gobierno promovió contratos con Inglaterra (que llegó a controlar el 35%). Además, entre 1902 y 1903 compró el Ferrocarril Nacional Mexicano y el Interoceánico y en 1906 rescató de la quiebra al Ferrocarril Central Mexicano; tal fusión marca el origen de los Ferrocarriles Nacionales de México y del monopolio estatal.

Locomotora No. 40 construida por obreros mexicanos en los talleres de Aguascalientes

Locomotora No. 40 construida por obreros mexicanos en los talleres de Aguascalientes, ca. 1910, Fondo Casasola, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

Gente durante la inauguración del ferrocarril a Cuernavaca, Casasola, ca. 1900, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

Puertos y ferrocarriles favorecieron el comercio exterior, pero también el interior. México comerciaba con Estados Unidos, Europa y el Caribe; exportaba metales y productos agropecuarios en un volumen creciente, que se multiplicó alrededor de cinco veces entre 1877 y 1910. Importaba, también en cantidades crecientes, maquinaria y herramientas, artículos manufacturados y algunos comestibles. De hecho, el trazado ferroviario, realizado por las compañías extranjeras, respondió al interés por fomentar el intercambio comercial con Estados Unidos. A pesar de ello el ferrocarril trajo también enormes beneficios al comercio nacional. Al integrar las zonas comunicadas por las vías permitió un comercio a bajo costo y durante todo el año, por lo que se multiplicaron los intercambios y fue posible producir para mercados lejanos, lo cual favoreció la especialización de las regiones.

El aumento en el comercio vino acompañado por una multiplicación de la producción agrícola, minera e industrial. En la agricultura el sector que experimentó mayor desarrollo fue el de exportación, con la producción de henequén, caucho y café. Estos productos se cultivaban en haciendas que se beneficiaron del fomento, del crédito, de los ferrocarriles y de modernas formas de cultivo. En cambio, la agricultura destinada a la producción de alimentos sufrió un retroceso. La producción de trigo, cebada, frijol y chile en 1910 era la misma que en 1877, a pesar del notable aumento de la población. De ahí que los alimentos se encarecieran y que productos como el maíz tuvieran que importarse.

También experimentó un impresionante desarrollo la minería de exportación, que se concentró en los estados de Sonora, Chihuahua, Sinaloa y Durango. Gracias a capitales extranjeros aumentó la extracción de oro y plata; además, la producción se diversificó, pues las nuevas tecnologías y el abaratamiento del transporte hicieron rentable la extracción de cobre, zinc y plomo, que tenían gran demanda en la industria europea y norteamericana. A principios del siglo xx, a ello se sumó la explotación petrolera.

Aduana del puerto de Veracruz

Aduana del puerto de Veracruz, Abel Briquet, ca. 1885-1895, Biblioteca de la Universidad de Cornell, Colecciones digitales, Nueva York, Estados Unidos.

Tlachiquero

Tlachiquero, Casasola, ca. 1930, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

Otro sector de gran importancia fue la industria, que se transformó a finales del siglo xix. Durante el porfiriato, sobre todo en algunas regiones, subsistieron los talleres artesanales, manejados por un maestro, con escasos trabajadores y con herramientas poco sofisticadas. Pero estos talleres fueron poco a poco desplazados por industrias manufactureras, muchas veces de propiedad familiar, que operaban con máquinas o herramientas especializadas, y en las cuales los trabajadores se dividían las distintas fases de la producción. A partir de 1890, a éstas se sumaron las industrias modernas, propiedad de sociedades de empresarios, que operaban con máquinas movidas por energía hidráulica, vapor o electricidad, y que tenían una mayor productividad. En general, las fábricas se concentraban en Nuevo León, Jalisco, Puebla, Veracruz y la Ciudad de México, y se dedicaban a la producción de cerámica, cigarros, calzado, cerveza, textiles, papel o vidrio. Así, la industria que más se desarrolló fue la ligera, orientada a la producción de bienes de consumo. Sin embargo, a pesar de que el sector industrial era eficiente y crecía paulatinamente, su desarrollo se veía limitado por un ineficaz sistema financiero, el desabasto de materias primas o la insuficiente capacidad de consumo de la sociedad mexicana. También lo afectó la carencia de maquinaria y bienes de producción, pues la industria pesada experimentó un desarrollo menor y más tardío. Destaca en este campo la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey, que se creó en respuesta a la demanda proveniente, sobre todo, de los ferrocarriles.

El contraste entre la agricultura de exportación y la de consumo, y entre la industria ligera y pesada refleja un aspecto de la desigualdad imperante en el plano de la economía. A ello se sumó la desigualdad geográfica, pues algunas regiones se desarrollaron más que otras. Entre ellas el norte, que contó con una economía diversificada (agricultura, ganadería, minería e industria), con una población mayoritariamente urbana, con relaciones salariales modernas y con el mayor índice de alfabetización del país. También hubo una desigualdad entre periodos, pues las etapas de prosperidad se vieron opacadas por épocas de crisis; por ejemplo, la ocurrida en la década de 1890 por la caída del precio de la plata, o en 1907-1908 por el retiro de capitales y el descenso en el precio de las exportaciones como consecuencia de la crisis internacional.

moreinfongro.png

En suma, en esta etapa México se convirtió en un importante exportador de materias primas, además de que se produjo en el país la primera revolución industrial. Sin embargo, se trató de un desarrollo desigual, que benefició sólo a algunos sectores, regiones y grupos.

SOCIEDADES RURALES Y URBANAS

Los cambios en la sociedad no fueron menos importantes. Se produjo un crecimiento demográfico sin precedente. Si, en cifras aproximadas, en 1877 el país tenía nueve millones de habitantes, en 1895 contaba con 13 y para 1910 con 15. En el aumento de la población influyeron el fin de los enfrentamientos civiles, la ampliación de los mercados y la mejor distribución de alimentos, y, para algunos sectores de la sociedad, los avances en la higiene y la medicina.

Además de creciente era una población dinámica, pues fue una época de migración. Algunos territorios o estados del norte del país (Chihuahua, Coahuila, Durango, Nuevo León y Tamaulipas), del centro (Distrito Federal y Puebla), de la costa del Golfo (Veracruz) y del Pacífico Norte (Sonora y Tepic), recibieron una gran cantidad de migrantes, provenientes principalmente de los estados de México, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Hidalgo, Zacatecas y San Luis Potosí.

Si bien los migrantes se dirigían sobre todo a las ciudades, un gran porcentaje de la población seguía habitando en localidades que contaban con menos de 15 000 habitantes; por ejemplo, hacia 1900 se ubicaba en este tipo de asentamientos el 90% de ella. Así, la mayoría de los mexicanos vivía en y del campo, distribuidos en haciendas, pequeñas poblaciones o pueblos y ranchos.

Acceso al túnel de Ogarrio en la Hacienda de Dolores Trompeta en Real de Catorce, San Luis Potosí

Acceso al túnel de Ogarrio en la Hacienda de Dolores Trompeta en Real de Catorce, San Luis Potosí, 1903, FN, INAH, Pachuca, Hidalgo, México.

Los latifundios aumentaron de tamaño como consecuencia de la desamortización y el deslinde. Las haciendas adquirieron tierras de propiedad comunal. Si bien algunas leyes pretendieron terminar con el despojo de tierras comunales, a fines del Porfiriato muchas propiedades habían cambiado de manos. A pesar de ello subsistió la propiedad colectiva. Los terrenos menos fértiles y poco comunicados quedaron en poder de los pueblos. En otros casos, éstos los dividieron para asegurar la posesión, pero siguieron distribuyendo el trabajo según lo acostumbrado o crearon asociaciones de propietarios. Por otra parte, si bien la desamortización y el deslinde favorecieron a los hacendados, también a campesinos ricos y usureros sacaron provecho del proceso, con lo que se reforzó la mediana propiedad. De ahí la coexistencia de haciendas de mayor o menor extensión, mediana propiedad y tierras comunales.

En esta sociedad rural —o sociedades rurales, pues la situación cambiaba a lo largo del país— los hacendados ocuparon la cúspide de la pirámide. Algunos eran mexicanos y otros extranjeros, y no siempre residían en el campo, pues muchos dejaban sus tierras a cargo de un administrador para vivir en las ciudades. En la parte intermedia se contaban rancheros o pequeños propietarios, comerciantes o artesanos, y algunos empleados de las haciendas, como el administrador, el mayordomo o técnicos de maquinaria agrícola. En la parte inferior estaban los campesinos sin tierra, que trabajaban para los rancheros prósperos y, en mayor proporción, para los latifundistas. Entre ellos se cuentan los peones acasillados, que vivían en la hacienda o alrededor del casco y que recibían un salario fijo; trabajadores temporales, contratados sólo cuando existía necesidad de mano de obra, lo cual convenía a los dueños de la tierra pero no a los “alquilados”, que tenían que recorrer el país siguiendo las temporadas de cultivo, y arrendatarios, aparceros o medieros, a los cuales los latifundistas rentaban sus tierras menos fértiles a cambio de dinero o de una parte de la cosecha.

Población total de México, 1895-1910

Ahora bien, las condiciones de trabajo y de vida de estos campesinos variaban según el dueño de las tierras, pero también según la región. Nada más ilustrativo que el contraste entre el norte y el sureste del país. En el norte las grandes propiedades eran cultivadas por trabajadores temporales o por arrendatarios, quienes estaban en mejores condiciones que en el centro y en el sur. Los propietarios tenían que ofrecerles mejores sueldos o exigirles rentas más bajas pues los trabajadores escaseaban debido a la de por sí reducida población, pero también a que existían otras posibilidades de empleo, ya que los hombres podían contratarse en las minas o emigrar a Estados Unidos.

Sociedad rural

Las fiestas de Zapotlán El Grande, Jalisco, en Salvador Toscano, Memorias de un mexicano, 1950, Fundación Carmen Toscano, México, 110 mins. (min. 5:20-7:00).

moreinfongro.png

Muy diferente era la situación en el sureste, donde los hacendados necesitaban mano de obra durante todo el año; de ahí que prefirieran el peonaje y que para retener a sus peones recurrieran al sistema de endeudamiento: pagaban a sus trabajadores con vales de la tienda de raya, que además les otorgaba crédito. A los peones la paga nunca les alcanzaba para adquirir lo necesario y mucho menos para saldar la deuda contraída, por lo que quedaban atados a la hacienda por el resto de su vida y la de sus hijos, pues los compromisos se heredaban. Los hacendados del sur también recurrieron al enganche, endeudando al trabajador con una cantidad inicial, que le entregaban en su lugar de origen. Además utilizaron a prisioneros del orden común y a los indígenas yaquis y mayos deportados por el ejército. Sin posibilidad de abandonar la hacienda, los peones debían tolerar pésimas condiciones de trabajo.

No es de extrañar así que durante el porfiriato se produjeran numerosas rebeliones agrarias. Entre ellas destaca la de los mayas en Yucatán, la de los yaquis en Sonora o la de los habitantes de Temóchic, que adquirió tintes religiosos gracias a una adolescente de fama milagrosa conocida como Santa Teresa de Cabora. Por lo general, los rebeldes se oponían a la usurpación de tierras, bosques y aguas comunales, y defendían la autonomía política. En algunos casos también luchaban por preservar su identidad étnica y cultural pues, a partir de la independencia, los gobiernos mexicanos adoptaron el principio de la igualdad jurídica y se esforzaron por homogeneizar a la población. Pretendieron uniformar lengua y costumbres; algunos incluso promovieron el mestizaje con el fin de, como se decía en la época, “blanquear” a los indios, a quienes consideraban como flojos, bárbaros y supersticiosos. Así, muchas comunidades pelearon por conservar sus tierras, su derecho a elegir a sus representantes y a tomar sus decisiones internas, e incluso sus tradiciones y su idioma.

Indios yaquis. Gerónimo, su hijo y dos guerreros con rifle largo

Indios yaquis. Gerónimo, su hijo y dos guerreros con rifle largo, Fly, C. S. (Camillus Sidney), 1886, LOC, Washington, Estados Unidos.

Si bien la sociedad mexicana en esta época fue eminentemente rural, durante el porfiriato los centros urbanos crecieron de forma impresionante. El caso más notable fue el de la capital, pero sobresalieron también los de Guadalajara, Puebla, San Luis Potosí y Monterrey (véase el cuadro 1). Además, hubo otras poblaciones de gran crecimiento, pues si en 1877 sólo diez capitales estatales tenían más de 20 000 habitantes, para 1910 eran 19. Algunos asentamientos crecieron alrededor de centros mineros (como Cananea o Santa Rosalía), otros gracias al desarrollo industrial (Monterrey o Torreón), otros más debido al comercio (los puertos de Tuxpan, Progreso, Guaymas o Manzanillo, y también las poblaciones atravesadas por líneas ferroviarias, como Nuevo Laredo o Ciudad Juárez). En la capital se conjugaron varios de estos elementos, pues era sede del poder federal, destino de los principales ferrocarriles y concentraba 12% de la industria nacional.

Tomado de: "Población existente en las capitales de las entidades federativas. Años de 1877 a 1910", en Estadísticas sociales del Porfiriato, 1877-1910, México, Secretaría de Economía-Dirección General Estadística, 1956, p.9.

Los gobernantes y las élites deseaban que las urbes reflejaran la prosperidad y el progreso de la nación, y que se parecieran a las de las naciones “civilizadas” como Estados Unidos o Europa. Deseaban hacerlas bellas y confortables, para lo cual construyeron jardines y amplias avenidas, similares a los Campos Elíseos de París. Pero además querían que fueran seguras y limpias. Sin embargo, las ciudades no estaban preparadas para recibir tal cantidad de migrantes, y algunos citadinos, carentes de oportunidades, engrosaron las filas de la delincuencia o la prostitución. Por otra parte, la mayoría de sus habitantes vivía en calles sucias e inundadas, y sufría por la falta de vivienda, agua potable y alimentos. Todo ello generó graves problemas de salud y se reflejó en índices de mortalidad muy elevados.

Crecimiento demográfico en las ciudades

Crecimiento demográfico en las ciudades

Tomado de: "Habitantes existentes en diversas poblaciones del país. Años de 1877 a 1910", en Estadísticas sociales del Porfiriato, 1877-1910, México, Secretaría de Economía-Dirección General de Estadísticas, 1956, pp.10-11.

Para solucionar estos problemas, y como parte de un proyecto de modernización, los gobernantes expidieron códigos penales y sanitarios y reglamentos de policía, y reformaron las cárceles. Para controlar inundaciones hicieron obras de desagüe y pavimentaron calles; para conducir aguas de desecho construyeron el drenaje y para el agua potable instalaron tuberías. Por último, realizaron una cruzada por mejorar la higiene de las ciudades y de sus habitantes: limpiaron las calles, pusieron en funcionamiento carros de basura y mingitorios, y obligaron a los rastros y, sobre todo, a los cementerios, a salir de la traza urbana. Para controlar epidemias aislaban a los enfermos y quemaban sus pertenencias. Al mismo tiempo fomentaron los avances de la medicina y fundaron institutos bacteriológicos y patológicos. Así, el porfiriato fue una etapa de construcción de obras públicas, de fundación de instituciones y de reglamentación. El Estado reguló múltiples aspectos de la vida del individuo, desde sus compromisos con las instituciones y la sociedad, hasta sus relaciones conyugales y familiares, sus hábitos de higiene y sus diversiones.

Criminales homicidas, ilustración

Criminales homicidas, en Martínez Baca, Francisco, y Manuel Vergara. Estudios de antropología criminal. Puebla: Imprenta de Benjamín Lara, 1892. Biblioteca Municipal de Lyon, Francia.

Sin embargo, no todas las zonas de las ciudades ni todos los grupos sociales se beneficiaron del esfuerzo gubernamental ni de los impulsos de la modernización. De hecho, el paisaje urbano reflejaba una marcada estratificación social: las zonas comerciales y las colonias habitadas por los grupos privilegiados contaban con todos los servicios, mientras que los barrios populares carecían por completo de ellos. La riqueza se concentraba en grupos reducidos —integrados por hacendados, empresarios, propietarios de casas mercantiles, banqueros o profesionistas eminentes—, que estaban unidos por lazos de parentesco, amistad o negocios, y que al mismo tiempo invertían en el comercio, la industria o los bienes raíces. Dentro de los sectores medios, que crecieron enormemente como resultado del fortalecimiento del comercio y los servicios, se encontraban profesionistas, empleados públicos y del comercio o el transporte, y artesanos prósperos. Por último, en los sectores populares cabía la mayor parte de la población urbana, y estaban integrados por diversos grupos, como sirvientes, dependientes de locales comerciales, artesanos, obreros o vendedores ambulantes.

Merecen especial atención los obreros, que a causa del auge industrial multiplicaron su número y poco a poco fueron desplazando a los artesanos. No existía una legislación que los protegiera pues, según las ideas del liberalismo económico, el gobierno no debía intervenir en la economía y el salario debía fijarse según la ley de la oferta y la demanda. De ahí que, si bien existía libertad de asociación, no se permitían las huelgas. Hombres, mujeres y niños cumplían jornadas de 12 a 14 horas diarias, siete días a la semana; podían ser despedidos sin ninguna justificación, y no estaban protegidos contra accidentes. A los bajos salarios, cuyo poder adquisitivo descendía de manera constante como resultado de la inflación, se sumaban los descuentos arbitrarios o el pago con vales de la tienda de la fábrica. Por ello los trabajadores se organizaron en asociaciones de ayuda mutua, aportando una cuota que servía para los heridos o enfermos, los funerales y las viudas o huérfanos. También crearon cooperativas de préstamo o de suministro de alimentos, así como organizaciones que luchaban por mejorar las condiciones de trabajo y de salario, y que, en algunos casos, recibieron la influencia de las ideas socialistas o anarquistas.

La política de Díaz hacia los trabajadores osciló entre la negociación y la represión. El presidente fue más tolerante con las organizaciones mutualistas, a las que subsidiaba y brindaba lugares de reunión, pues sus miembros asistían a los actos públicos celebrados en su honor y con ello otorgaban legitimidad al régimen. Pero fue menos tolerante con las organizaciones y los movimientos más radicales. A lo largo del porfiriato se produjeron constantes conflictos y huelgas, que se multiplicaron a partir de 1900. Díaz buscaba conciliar entre obreros y patrones pero cuando no lo lograba recurría a la fuerza. No hay mejor ejemplo que los conflictos de Cananea y de Río Blanco. En 1906 los mineros de Cananea, en el norte de Sonora, se rebelaron exigiendo que se fijara un horario máximo de trabajo y un salario mínimo, pero también pedían un trato y una retribución similares a los que, en la misma empresa, recibían los trabajadores estadounidenses. Sus demandas fueron rechazadas y estalló la huelga, que estuvo seguida por un motín; para sofocarlo acudieron fuerzas de Estados Unidos, que el ejército mexicano apoyó.

moreinfongro.png

Meses más tarde, los obreros textiles de Orizaba, Puebla, Tlaxcala y el Distrito Federal iniciaron una huelga en protesta por las condiciones de trabajo. En un intento por conciliar, Porfirio Díaz presentó una propuesta que incluía el aumento de salarios y el fin de los descuentos, un fondo para huérfanos y viudas, y la prohibición del trabajo infantil, pero dejaba su aplicación a la buena voluntad de los empresarios. Los obreros de algunas fábricas aceptaron el acuerdo y regresaron al trabajo, excepto los de Río Blanco, que se amotinaron y saquearon la fábrica y la tienda, lo cual les costó la vida a muchos.

En suma, la sociedad urbana presentaba una profunda división clasista e incluso étnica. A las élites les preocupaba la apariencia de los sectores populares y de los grupos marginales, sobre todo de los que vestían a la usanza indígena, pues pensaban que empañaban la imagen de la ciudad. Su preocupación aumentaba en vísperas de festividades o ceremonias conmemorativas, y para evitar que los visitantes extranjeros presenciaran los rastros de miseria y “barbarie” repartían ropa entre los necesitados. Así, subsistían viejos y arraigados prejuicios sociales y raciales, que algunos grupos ahora sustentaban con base en ideas “científicas”.

CULTURA

En el porfiriato coexistieron diversas formas de entender el país, la sociedad y al individuo, entre ellas el liberalismo o el positivismo (con corrientes como el spencerianismo o el darwinismo social). Muchos intelectuales optaron por una postura ecléctica, que combinaba elementos del liberalismo y del positivismo. Tomaron del segundo la idea de que el método científico debía aplicarse al estudio de la sociedad y a la resolución de sus problemas, y criticaron a los liberales por basar la política y la legislación en teorías importadas en lugar de concentrarse en la observación de la sociedad mexicana. Sin embargo, no querían sustituir las instituciones liberales ni la Constitución de 1857, conformándose con postergar su aplicación hasta el momento en que se juzgara que los mexicanos habían alcanzado el grado necesario de evolución. Asimismo, pensaron que era necesario impulsar la educación y la ciencia, que consideraban como los mejores medios para lograr el progreso nacional.

En cambio, otros siguieron simpatizando con las ideas conservadoras y con las doctrinas de la iglesia católica. Pero entre ellos había diferentes corrientes. Algunos se oponían a la separación entre lo temporal y espiritual y defendían la supremacía de la institución eclesiástica en el aspecto social y moral, mientras que otros aceptaban la secularización y se concentraban en recuperar espacios de acción social. Además, hubo quienes suscribieron el catolicismo social o pensaron que los católicos debían intervenir en el devenir politico de la nación, pero sobre todo en la resolución de los problemas sociales que la aquejaban. Los simpatizantes de esta corriente, que cobró fuerza a principios del siglo xx, se preocupaban por la desigualdad y la injusticia social, exigiendo que el Estado expidiera una legislación que protegiera a los trabajadores y que los patrones los trataran de forma digna.

Ahora bien, independientemente del aspecto ideológico, el catolicismo no había perdido su sitio en el plano religioso. Los mexicanos eran en su mayoría católicos; por ejemplo, en 1910 el 99% estaba bautizado y practicaba la religión. El protestantismo tenía una presencia mucho menor. Los protestantes habían llegado al país hacia 1870. Con el tiempo, 18 sociedades misioneras se establecieron en la frontera norte, Guanajuato, Puebla, Pachuca, la Ciudad de México y Veracruz, y captaron a sectores descontentos, a quienes les ofrecían educación y servicios médicos gratuitos. Sin embargo, su propagación se enfrentó con diversos obstáculos: a las pugnas internas de las denominaciones protestantes se sumaba la desconfianza de la población y la oposición de la iglesia católica. En ocasiones grupos católicos se enfrentaron abiertamente a los misioneros, pero éstos recibían el apoyo de Díaz y de los gobernadores estatales, que con ello mostraban su apego a la legalidad, además de que la expansión del protestantismo prometía frenar la influencia de la iglesia católica. Así, si bien el impacto de la religión protestante fue mínimo en términos numéricos —alrededor de 2% de la población si contamos a los extranjeros— su existencia simboliza el respeto de la libertad de creencia y la laicidad del Estado mexicano.

Como hemos visto, en el plano de las ideas existían divisiones entre liberales, positivistas y conservadores, pero en el de los valores se registraba una gran coincidencia. Las élites, clases medias e incluso algunos sectores de los grupos populares compartían las mismas nociones acerca de la familia y la función de la mujer en el núcleo familiar y en el seno de la comunidad, y ello se reflejaba en múltiples escritos, entre ellos la legislación y los textos de derecho, la literatura, las publicaciones del clero o de asociaciones laicas dedicadas a la filantropía, los manuales de conducta, las revistas dirigidas a la mujer y a la familia y los impresos sueltos o la literatura popular. Se creía que la familia debía fundarse en el matrimonio, de preferencia religioso. El esposo era visto como la cabeza, y la legislación le permitía manejar los bienes de su esposa sin su autorización (mientras que ella necesitaba el permiso del marido para manejar los bienes comunes) y le adjudicaba la patria potestad sobre los hijos (que ella sólo adquiría si el marido moría, pero con ciertas restricciones, pues debía atender a un consultor nombrado por el difunto). Por otra parte, a cada género se le asignaba una esfera de actuación diferente: al hombre le correspondía el mundo de lo público, es decir, lo político y lo laboral, mientras que la mujer debía restringirse al ámbito privado y dedicarse a las tareas domésticas. No era bien visto que las mujeres trabajaran fuera del hogar y ello sólo se aceptaba en el caso de las viudas o de las solteras que necesitaban hacerlo, siempre y cuando realizaran “actividades propias de su sexo”, como la costura o el magisterio. De ahí que la legislación no les confiriera la posibilidad de votar u ocupar cargos de elección popular, y que restringiera sus actividades laborales; por ejemplo, para trabajar en el comercio las mujeres necesitaban contar con la autorización del marido. Si bien la educación profesional no les estaba vedada, fueron excepcionales las mujeres de clases altas o medias que tuvieron una formación superior, entre ellas Matilde Montoya —la primera médica. Sin embargo, al acercarse el siglo xx las mujeres fueron ganando espacios de participación y, entre otras cosas, publicaron revistas dirigidas a mujeres, en las cuales defendían su igualdad intelectual. Destaca también el incipiente movimiento feminista, que exigía igualdad jurídica y educativa con los varones.

moreinfongro.png

Por otro lado, en la literatura y el arte —como sucedía en la comida y la moda— se notaba una fuerte influencia europea, sobre todo francesa. Esto puede observarse en la literatura modernista, con fuerte herencia del simbolismo francés, y que estuvo representada por Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, José Juan Tablada y Efrén Rebolledo. O la arquitectura, que recogió diferentes estilos —clásico, románico, mudéjar, gótico, barroco, art nouveau— y los combinó con gran libertad, a veces en un mismo edificio. De esta majestuosa arquitectura dan cuenta los teatros de las principales ciudades: el Juárez en Guanajuato, el de la Paz en San Luis Potosí, el Doblado en Léon, el Calderón en Zacatecas, el Peón Contreras en Mérida.

Valle de México desde el molino del rey

Valle de México desde el Molino del Rey, José María Velasco, óleo sobre tela, 1900, Munal, INBAL, México.

Pero también se fomentó una cultura nacional y nacionalista, es decir, que reflejaba lo propio del país y que, por ello, podía servir para fomentar un sentimiento de identidad. Siguiendo con una vieja tradición se cultivó inicialmente la literatura costumbrista de tinte romántico o realista, ya fuera por Ángel de Campo, José Tomás de Cuéllar, Rafael Delgado o José López Portillo y Rojas. Más tarde se cultivó también la literatura realista, heredera del costumbrismo pero interesada en la fiel reproducción de la realidad, sus ambientes y sus personajes, con Heriberto Frías, Federico Gamboa o Emilio Rabasa. En este aspecto destaca asimismo otra vieja tradición, el paisajismo mexicano, con pintores como José María Velasco o Joaquín Clausell, e incluso con el retrato de personajes, escenas y sucesos de la vida cotidiana, a cargo de José Guadalupe Posada, quien los difundió en periódicos “de a centavo” y en los cuadernillos y “las hojas sueltas” que publicaba la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo.

Cartel de la película “Santa”

Cartel de la película Santa, 1932, colección particular.

Sin embargo, para crear lazos de comunión —y nuevamente al igual que lo habían hecho los gobernantes de la República Restaurada—, los porfiristas pensaron que nada era mejor que la enseñanza de la historia patria, capaz de rebasar las identidades regionales e inculcar a los niños los valores cívicos que podrían calificarlos como futuros ciudadanos. Por ello la educación era gratuita y obligatoria, con programas y textos oficiales. Sin embargo, el proyecto educativo no tuvo el éxito esperado. Se concentró en las zonas urbanas y aun en ellas resultó insuficiente: en 1895 sólo 15% de la población sabía leer y escribir, cifra que apenas aumentó a 20% en 1910.


Porfirio Díaz

El presidente Porfirio Díaz en inauguración de obras públicas, en Salvador Toscano, Memorias de un mexicano, 1950, Fundación Carmen Toscano, México, 110 mins. (min. 7:40-8:20).


La comunicación y la transmisión de mensajes

Imágn 7 del capitulo 1

Audio: Voz de Porfirio Díaz dando un mensaje a Thomas Alva Edison, 15 de agosto de 1909, Fonoteca Nacional, México.

Otra forma de promover el nacionalismo, la historia patria y el culto a los héroes fueron las ceremonias cívicas. Se celebraba la formación de la nación y la defensa de su soberanía, como también de las instituciones liberales, de las cuales el porfiriato se proclamaba heredero y defensor, y Porfirio Díaz se veía como un héroe. Por tanto, en esas fechas no sólo el país se cubría de gloria, sino también su presidente.

En suma, la cultura porfirista admiró lo extranjero pero también presentó un carácter nacional y nacionalista. Expresión clara de lo segundo se dio en los intelectuales de la Revolución, quienes recogieron una demanda que encuentra sus antecedentes en los primeros años del siglo xx, en el Ateneo de la Juventud. Era un grupo integrado por figuras como Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes o José Vasconcelos. Los ateneístas fomentaron la apertura hacia nuevas ideas; criticaron el apego al modelo positivista, pues creyeron que el saber podía obtenerse por diversas vías, no sólo mediante el método científico, y defendieron la capacidad del hombre, subrayando su libertad de acción y elección; pugnaron por la reafirmación de los valores humanísticos en la cultura, por el fin de la influencia francesa en la literatura y, en general, por el rescate de lo mexicano.

Este y muchos otros fueron los legados que el porfiriato dejó al México del siglo xx, legados que no se restringieron al ámbito cultural, sino que abarcaron la política (con los avances en la consolidación del Estado-nación), la economía (con la ampliación de los mercados y de las vías de comunicación, el fomento de la exportación de productos agrícolas y una industrialización incipiente) y la sociedad (con el crecimiento demográfico y la urbanización). Sin embargo, también legaría vicios políticos, una sociedad y una economía profundamente desiguales, y una serie de conflictos que dieron origen a la Revolución y que se dirimirían en las primeras décadas del México posrevolucionario.